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Columnistas

Mussolini. A 100 años de la Marcha sobre Roma

mussolini

Termina la guerra. 1919. Europa es un territorio rellenado con pedazos de cuerpos que aún tratan de encontrar algún rastro de normalidad en un espacio que les muestra a diario que ha dejado de serlo por un lustro. Hay vencedores y vencidos. También hay vencedores vencidos e Italia es uno de ellos. Termina una época, otra está a punto de comenzar. Pero el futuro, mal que les pese a los constructores de la Sociedad de las Naciones, será aún peor que el presente, que el pasado, que todo lo que hayan imaginado nunca.

Mussolini, antiguo dirigente socialista a cargo del periódico del partido y exsoldado de la guerra que engulló millones de vidas en medio de balas, trincheras, gas mostaza y bayonetas. El que perdió los ejércitos del proletariado, pero, instintivamente, supo cómo hacerse rápidamente de otro de excombatientes, inadaptados, criminales en potencia, violentos en acto, desvariados, mitómanos, odiadores, borrachines e indignados. Una chusma que pedía a gritos un líder, gente que lleva la guerra en los huesos, el dolor en las extremidades y el hambre en las tripas, pero que desconfían de los obreros organizados que detestan a los héroes de la guerra que han regresado con las alforjas llenas de muerte a un país que no solo no los reconoce, sino que quiere olvidar sus horrores y a quienes lo vivieron en las trincheras.

Un mundo que está explotando por izquierda, donde la espiral de la violencia gira siempre apuntando a los trabajadores; en el que la protesta se desborda, estalla en las calles adoquinadas, en los callejones rojos de los andurriales de Milán, Torino, Bérgamo o Bolonia, y se hace sangre en las puertas de las grandes fábricas de dueños que con el tiempo serán famosos: Pirelli, Olivetti, Agnelli o Ferrari. La palabra revolución sale de Rusia para hacerse grito ensordecedor en las bocas de los humildes, de los que solo tienen un estallido como futuro y la opción del comunismo como norte.

En ese magma se cuece el fascismo, en una guerra que parece no tener prisa por terminar, fronteras que se niegan a aquietarse y presentes que hacen inimaginables los futuros. En esas escenas nace Mussolini, el odiado por los socialistas, el que pasó de dirigente carismático a encabezar el apocalipsis negro de camisas, palos y emboscadas en las veredas del norte del país. Dos grupos antagónicos, dos modos de encarar el futuro, dos universos que chocarán inevitablemente y un abismo en el que triunfará sólo uno en una batalla que no tendrá instantes de tranquilidad.

Quien fuese el amado director del “Avanti” es ahora la cabeza de la hidra, el enemigo íntimo, el paria antisocial, el blasfemo, el rostro a escupir, el reptil al que enseñar que a la clase obrera no se le miente de ese modo. El periódico es el alma del socialismo, el arma más poderosa de la revolución, la llama incandescente que no debe apagarse nunca. Y Mussolini, el traidor, era quien la portaba.

El joven exdirector de la prensa revolucionaria ha destruido su propio pasado, ha pisado su historia, ha saltado hacia la vereda de enfrente justo en el momento en el que en Rusia suenan los tambores que cambiarán el curso de la humanidad, en el momento en que se construye el primer gran ejército de obreros y las fábricas son arrancadas a quienes eran los dueños de las horas y los cuerpos de quienes solo tenían para vender su fuerza de trabajo, su sudor, el dolor de sus músculos en jornadas imposibles y en condiciones inenarrables.

Mussolini los ha abandonado; ese mago al que veneraban ha sido capaz de cambiar el objeto de sus trucos y se convirtió en la cabeza visible de los derrotados después del triunfo, de los que desprecian a la casta política que ha entregado las vidas de los héroes a cambio de tres monedas, los Poncio Pilatos de la península. Ahora les habla a los millones de campesinos y obreros que, luego de pelear cuatro años en las trincheras sin saber siquiera en qué tierra las habían excavado se han desangrado por nada, heridos en vano, son muertos sin nombre y mutilados sin destino.

Bien lo ha aprendido Musssolini en estos años: al presente hay que darle un futuro claro, hacerlos marchar con consignas sencillas, eficaces, mostrarles un triunfo posible. A las multitudes hay que hacerlas ondear como banderas en medio de una tempestad. Italia ha de conquistarse a sí misma para poder volver a ser conquistadora, y él lo sabe, lo intuye claramente, descubre en los dolores de la derrota, en la Dalmacia que no se devuelve, en los campesinos que no tienen a quien vender sus brazos y las matronas que se desgañitan a gritos en el desgarro de sus tientos al nacer sus hijos el verdadero orden al cual puede intentar dirigir, ordenar y usar de ariete para terminar con las instituciones de la democracia que han llevado a Italia a la postración y el arrodillamiento frente a los otros grandes europeos. Ha llegado El Duce para devolver a Italia su gloria irredenta, su futuro eterno, su magia perdida.

Una revolución, pero de banderas negras, el faccio, su invención, a semejanza de las banderas bolcheviques enarboladas por Trotski y Lenin pero de otro tinte, con otros métodos, otras premisas. El revolucionario salvaje llegado de provincias, el pobre hijo de un herrero será quien queme todos los puentes que lo habían hecho famoso dirigiendo el “Avanti” cuando dé a luz “El Popolo de Italia”, su criatura de tinta que transmutará en sangre luego de cada consigna, después de cada arenga.

Un mundo que está explotando por izquierda, donde la espiral de la violencia gira siempre apuntando a los trabajadores.

Tiene su periódico y su ejército propio, también un proyecto: el programa de los Fascios de Combate que alumbra a mediados de 1919, un programa casi idéntico al de los socialistas revolucionarios, a la izquierda de los reformistas. Un programa pensado por los expulsados del socialismo para atraer a los antiguos camaradas. Entre los dos se alza un mundo de odio, desprecio y sangre, un muro que habrá que saltar.

En Italia, como en todas partes, las revueltas comienzan por la falta y carestía del pan, y esta vez no habría de ser la excepción. En medio del caos económico luego del fin de la guerra Mussolini echa nafta, sus palabras son incendiarias. Los disturbios son una epidemia, las huelgas una constante, el desabastecimiento una normalidad cotidiana y el enojo la imagen más clara en los rostros de la gente; en ese contexto los líderes del socialismo son incapaces de encauzar la revuelta espontánea hacia la conquista del poder. Timoratos, dubitativos y recelosos, no se dan cuenta que el hambre no tiene ideología y la miseria no mira demasiado el color de las banderas.

Mussolini detecta que el gran cambio es la acción, la acción antes que la teoría, que las disquisiciones, las reflexiones y los discursos. La acción como ariete. Lo único que deben hacer los fascistas es pasar a la acción, a cualquier tipo de ella y a cualquier precio. Todo se simplifica a partir de eso. Cuando el pensamiento se obtura y la acción se destapa la vida interior se disuelve, se reduce a los reflejos más simples y se desplaza de la razón a los centros nerviosos y musculares. Del centro a los suburbios, de la lógica de la razón a la realidad de la acción.

Es la hora de los sacrificios, el futuro está llegando y solo traerá sangre.

Mussolini lo sabe, lo tiene claro, y nada se interpondrá entre él y su decisión. El asalto al poder necesitaba un cruzado y él, entreviendo este momento, se apresta a marchar sobre Roma. Una Roma que perderá su sol en medio de las camisas negras de los soldados desmovilizados, los campesinos hambrientos, los obreros enojados.

Ha nacido un líder.

Scurati ha escrito una biografía total monumental, única, sobre Mussolini. A lo largo de tres volúmenes y casi 3 mil páginas imperdibles. El primer volumen abarca la construcción de su liderazgo hasta la marcha sobre Roma

Esta historia continuará…

Scurati, Antonio. El hijo del siglo. Vol 1. 2021. Madrid. Alfaguara. 830 páginas.