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Columnistas

La mirada de nuestros hijos

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Mi hija ya tiene seis años y medio y, a medida que va creciendo, me sorprende su claridad para mostrarme lo que le gusta y lo que no de mi personalidad. Es una gran maestra. Para dar un ejemplo, me dice sin vueltas que no la apure evidenciando lo ansioso que me pongo en ciertas situaciones en donde “me corre” el reloj. Y si en vez de enojarme respiro e incorporo sus palabras, aprendo de ella que vive sin tiempos establecidos. Y así también sucede con otras reacciones.

Esto me llevó a pensar y practicar lo siguiente: mirarme a través de sus ojos. ¿Qué quiero decir con esto? Evaluar mis acciones a través de su mirada, de su escucha, haciendo el ejercicio de ubicarme simbólicamente en su lugar y desde ahí, observarme en lo que hago, y preguntarme: ¿cómo me ve ella? ¿Me gusta lo que le estoy mostrando?

Por ejemplo, si me pongo a mirar el teléfono mientras me habla y ahí me detengo y me veo con sus ojos, puedo parar inmediatamente la pelota y darme cuenta de lo violenta que es esa acción. Si desde sus maravillosos seis años ella me está transmitiendo lo que le sale en ese momento y yo no despego los ojos de la pantalla, el mensaje que recibe me provoca un rechazo hacia mí mismo. Y esto de verme a través suyo provoca que tenga conciencia de mis acciones y directamente pare de hacer eso que no me resuena.

Que nuestros hijos sean testigos de cada uno de nuestros movimientos es un regalo que deberíamos tener más en cuenta.

Esa misma sensación desagradable me sucede cuando lo noto en otros. Me pasa seguido de ir a un bar y encontrarme con un padre o una madre tomando una merienda con su hijo/a, y mientras el niño/a juega con algo que hay en la mesa, por ejemplo, el adulto chequea su celular sin percatarse que tiene adelante la posibilidad de conectar profundamente con una verdadera bendición. Con un ser que no solo es su hijo/a, sino que también está en un estado de pureza y sabiduría única. Mirarlo en otros y reconocerme cayendo en la misma dinámica me produce un cierto despertar.

Hace poco le decía a una persona muy cercana que estaba inmersa en una situación de poca impecabilidad, que se observara a través de los ojos de su hija para decidir y accionar en consecuencia. Creo que, si uno hace este ejercicio con profundidad, probablemente encuentre una respuesta ante las pruebas que trae la vida. Que nuestros hijos sean testigos de cada uno de nuestros movimientos es un regalo que deberíamos tener más en cuenta para no mandarnos tantas cagadas teñidas por nuestros mambos mentales.

Lo mismo sucede con la escucha. Si tomamos prestados los oídos de ellos/as y nos escuchamos, entonces cada palabra y cada concepto serán medidos con el valor que ameritan. Entonces, habrá menos lugar para un insulto innecesario, un tono elevado, una amenaza, una manipulación o lo que nuestro ego no trabajado dispara sin evaluación alguna. Por supuesto que encontrar la impecabilidad en todas las acciones resulta un imposible, pero acercarse a algo más sano y virtuoso es posible.

Y no estoy hablando de tener a nuestros hijos en una cajita de cristal en donde una puteada, por ejemplo, no tiene cabida. Porque, en definitiva, eso sería lo de menos. Me refiero a no trasladarle nuestras propias frustraciones, ansiedades, oscuridades… Tratar de evitar repeticiones en nuestras crías que nosotros mismos copiamos de nuestros padres y ellos de los suyos y así hacia atrás. Siento que cortar esa cadena de automatismo es una manera de sanar el árbol genealógico. Y con una herramienta que está bien a mano: tomar prestada por unos instantes la mirada de nuestros hijos.

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