En los años ’50 los conductores de la radio se vestían de gala para presentar los shows musicales –todos en vivo- que había en sus programas. Aunque el público remoto no los viera, la ocasión ameritaba para presentarse con la mejor pilcha ante los micrófonos de la radio. Eran unos adelantados a su época. Ahora harían lo mismo, pero por otro motivo: la radio se ve.
Las cámaras que hace algunos años fueron ingresando a los estudios de radio con el disimulo propio de una webcam, se han instalado con mejor calidad en casi todas las emisoras que ahora transmiten por streaming –principalmente en YouTube-.
Como si se tratara de canales de televisión, las radios invirtieron fuerte en cámaras de última generación, iluminación apropiada para transmitir en HD y múltiples fierros para subir la señal a las plataformas digitales.
La televisión hizo el camino inverso. En los últimos años desinvirtió en imagen y con su renuncia a la producción de ficciones dejó vacantes los lugares necesarios para ser cubiertos por paneles de gente hablando detrás de un escritorio. Si persiste en esa línea, muy pronto descubrirá que la imagen no aporta mucho y terminará por prescindir de las cámaras. Será entonces cuando la televisión invente la radio.
Las ¿hermanas? que pasaron tantos años tratando de no parecerse entre sí, terminan ahora encontrándose a mitad de camino, cada una con lo más fuerte de la otra.
El hecho es una noticia en desarrollo, pero ya se ha ganado su lugar en la galería de las paradojas.
Cuando Antonio Carrizo en Radio El Mundo se ponía su mejor traje para presentar a figuras de la música en el emblemático edificio de la calle Maipú 555 (monumento histórico que hoy ocupa Radio Nacional), lo hacía para recibir a Edith Piaf, Nat King Cole y Louis Armstrong. Las condiciones actuales son tan distintas que da pudor detallarlas.
Sin embargo, en aquel momento la radio se sentía amenazada por el avance de la televisión; una emoción tóxica que se prolongó durante varias décadas y que dejó a la radiofonía a la sombra de lo que pasara en la pantalla de la tele. Eso se terminó. Aunque en los estudios de radio sigue habiendo televisores encendidos sin volumen (como los que hay en los bares). Quizás ese sea el último registro de la baja autoestima radiofónica. Quedamos a la espera del momento en que en los estudios de televisión haya radios encendidas. Será para la foto.
Mientras tanto la radio televisada está aprendiendo un nuevo idioma que, por ahora, balbucea algún dialecto de los youtubers devenidos en celebrities de nicho. La palabra y la música ya no le son suficientes; una nueva exigencia de imágenes la empuja a tener a los personajes de la actualidad presentes en el estudio o bien conectados -vía zoom o meet- con una cámara desde el lugar donde estén. Se tiene que ver.
En cambio, a la televisión ya no le importa que se vea. Un canal de noticias puede poner al aire el testimonio de un protagonista vía telefónica, mientras el viejo y costoso móvil de exteriores permanece estacionado en el garaje. También se da el colmo de transmitir partidos de fútbol sin mostrarlos. Con las cámaras apuntando a las tribunas la transmisión se vuelve tan radiofónica como burlona (y patética).
Sin embargo, el intercambio de roles entre la radio y la televisión no significa que una ocupará el lugar que dejó la otra. Seguramente arriben a espacios distintos.
Antes de que maquilladoras y vestuaristas lleguen a los estudios de radio y que los locutores empiecen a trabajar para las cámaras, habría que estar atentos a que ese medio no pierda dos de sus grandes fortalezas: la inmediatez informativa y los recursos para el relato íntimo.
Nadie sabe muy bien adónde conduce este camino que los dos grandes medios del siglo XX se vieron obligados a transitar. El público está expectante y atento a todo lo que ve en la radio y a lo que escucha en la televisión.