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Columnistas

Una revolución de claveles y poesía

revolucion de los claveles

Una revolución es una sucesión de milagros, la coincidencia en el tiempo de cientos de hechos inesperados. La revolución es el punto más alto de la poesía, y no existe sin un poeta que la inmortalice.

Toda revolución es una alegría que anuncia una gran tristeza, un tiempo de perfecta emoción colectiva en la cual quienes participan saben que son parte de algo excepcional. El momento en el que el pobre come bife de chorizo sabiendo que volverá al guiso aguado. Es el instante de las grandes imágenes, el de la foto inmortal, la promesa. Aun en la convicción de que lo único que se sostendrá en el tiempo es el poema y la foto.

El amor y la revolución no se conocen, pero se reconocen en ese instante. Bailan una danza deliciosa, casi eterna. A medida que pasan las semanas, los poetas se van dispersando, las cámaras dejan de inmortalizar el momento. Los esclavos descubren, nuevamente, que los grilletes les siguen rodeando las muñecas.

La normalidad regresa al escenario. A la alegría le sigue la desazón, el baño de realidad, el enojo. Pero a pesar de eso nadie debería irse del mundo sin haber vivido, al menos, una vez en su vida ese momento en el que la eternidad vence al olvido.

Lidia Jorge, la narradora más importante de Portugal junto a José Saramago, es la biógrafa de uno de los procesos más extraños de la historia del siglo XX: la Revolución de los claveles del 25 abril de 1974.

Una revolución sin tiros, sin muertos. Una revolución llena de perdones, de sonrisas. Una revolución llena de flores. El final de una época que se inició con la culminación de la segunda guerra mundial: Cuba, el socialismo como opción, que tuvo su momento más álgido con las independencias africanas, el Mayo Francés, la Revuelta de Berkeley, la matanza de Tlatelolco y los procesos violentos de las guerrillas que encendieron el mundo, de Indochina al Cono Sur de América. Este río de cambios que se fue agotando a inicio de los setenta tuvo en la caída de la dictadura de Oliveira de Salazar y la independencia de Mozambique, Guinea Bissau y Angola su punto final.

Fué la culminación del sueño de cambios, de las fantasías de una humanidad que se reconocía como unidad, de la entrega del individuo en función del bien común y de búsquedas radicales que fueron del guevarismo al Maoismo, de la revolución del amor universal y la era de acuario al radicalismo del polpotismo camboyano.

El corolario se dio en la península ibérica: en el mismo momento en que estaba muriendo el dictador Franco en España. Una serie de oficiales, básicamente provenientes de las colonias africanas del Imperio Portugués, se levantó en armas y logró hacer caer a la dictadura más antigua que gobernaba en Europa.

Una revolución sin balas, sin sangre, de gentes felices, sonrisas, collares de colores, besos y promesas, un cambio poético, incrustando tallos de claveles, en plena primavera, en las bocas de los fusiles de los soldados. La fantasía de una humanidad en estado de amor.

Lidia Jorge, en Los Memorables, narra este proceso a través de una foto de los complotados tomada en la noche de un bar a poco de iniciarse las acciones; en el momento exacto de la juramentación. Ese encuentro en el que todavía no hay traiciones, caminos divergentes, desilusiones, torpezas ni miserias. El instante del brindis, de la sonrisa antes de que se obture el diafragma. Cuarenta años después de ese momento mágico desempolvar una foto es un acto peligroso, a veces tanto como el momento mismo de la imagen, porque los sueños gratos se han borrado y solo permanece en la memoria la desazón de lo que no se consiguió, de la imposibilidad, del momento perdido. El fin de la inocencia. Cada uno de los personajes de la foto contará su historia, el fulgor inicial y el derrotero que los ha puesto en diferentes lugares, que ha ido rompiendo sus sueños de diferentes formas. Los dolores del tiempo y la construcción de la pena en las biografías de los actores centrales del drama.

“Seamos realistas, pidamos lo imposible”, supieron rezar las paredes de Europa alguna vez, aun sabiendo que algún día despertarían y que la realidad no condice nunca con los sueños de la noche de la hoguera.

Los Memorables cuenta una historia luminosa, una revolución pacífica y popular, un momento agradable y apaciguador en el que valía la pena intentar por todos los medios conservar las imágenes para que nada se esfume. Un momento en el que las balas se convirtieron en pétalos, el dolor en sonrisas y los tanques se llenaron de posters que indicaban que un mundo mejor era posible.

El día más feliz en la vida de un país y una foto que da cuenta de ese momento. El instante de los poetas contado en primera persona. El parte-aguas de la historia de un país que había tenido en las colonias africanas su trauma y se redimía sin violencia. Un cambio sin líderes, un discurso plural, un océano de voces discretas que armaban un coro potente.

Seamos realistas, pidamos lo imposible

Un cambio que generaba dudas, porque para que una revolución sea creíble necesita de sangre y muertos. ¿Una revolución sin Thermidor, donde los soldados desoigan la orden de matar y las flores derroten a las balas? Una situación sin respuesta o, al menos, con varias posibles, todas a medias, circunstanciales.

Cuarenta años después, Lidia Jorge habla de los fantasmas, de los imaginarios rotos, de cómo conviven los actores con la realidad del olvido e, incluso, el enojo y el dolor luego de soñar lo distinto. Cada una de las voces de la foto tendrá su explicación, su discurso, pero todos deberán dar cuenta de la derrota, de las fantasías que no prosperaron y de las vidas épicas que se fueron convirtiendo con el paso de los años en realidades llenas de claroscuros, perfectamente humanas.

De los grandes cambios, a la banalidad de lo cotidiano. De lo novedoso, a lo posible. De la ilusión, a la decepción. Así funcionan las cosas; la historia humana es un editor voraz. La revolución es un hechizo hipnótico que, como todo hechizo, es fugaz y se desgrana en el mismo momento en que los ojos afilados del mago parecen vacilar.

Las revoluciones son un fulgor, una estrella que ilumina el firmamento por un instante y deja una estela que desearíamos permanezca en el tiempo eternamente.

Es el momento del poeta, y dura lo que las dulces palabras recorren el oído de quienes posan en la foto de un bodegón, de una noche de felicidad compartida, entre sueños comunes y flores que llenan, que llenan el mundo y tapan las bocas de los fusiles.

La revolución es una epifanía que cambia la vida de la gente y modifica el curso de la humanidad, aunque eso dure solo un instante.