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Columnistas

“Pa, ¿qué pasa cuando te morís?”

niños muerte

La primera vez que mi hija vio a la muerte cara a cara fue en Mar de las Pampas. Tenía tres años y habíamos ido fuera de temporada. Cuando llegamos a la playa divisamos lo que parecía ser una enorme roca en la orilla del mar. Nuestra curiosidad hizo que nos acercáramos y cuando estábamos a unos cincuenta metros vi que esa aparente roca era un bruto lobo marino sin vida. Nina estaba en mis brazos y enfilé hacia otro lado. Ella ya se había dado cuenta de todo. Enseguida me percaté del acto reflejo de alejarme de un ser sin vida. No tenía sentido.

Hacía rato que me había amigado con la muerte. Por eso volví sobre mis pasos y le expliqué a mi hija que ese lobo marino estaba muerto. Ya no respiraba. Nina se quedó intrigada. No pasó de largo aquel encuentro con la parca. Fue la primera vez que me preguntó: “Pa, ¿qué pasa cuando te morís?”. Me salió decirle que había dejado su cuerpo y que su alma se había ido a otro lado. “¿A dónde?”, me preguntó. “No sé, hija, la verdad es que no sé”. No me quedé conforme con mi respuesta. Sobre todo, con la primera parte, la del alma.

De muy chico siempre me pregunté qué pasa cuando uno se muere. Y a medida que fui creciendo, al no encontrar respuesta concluí que todo terminaba ahí, que uno se moría y ya no había nada más. Y como amaba y amo la vida, ese final que había construido con mi mente racional me aterraba. Al darme una contestación certera había creado mi propio monstruo. Fue un “temita” que siempre me tuvo intranquilo. Hasta que murió mi viejo y al poco tiempo empecé a tomar ayahuasca en busca de una respuesta. Y después de años trabajando con la planta, la tuve.

La respuesta es que no hay respuesta. Cuando acepté la incertidumbre aquello que me aterraba se disipó. Claro que la aceptación costó unos cuantos viajes en donde la planta me mató literalmente en varias oportunidades. Al morir en vida, tuve un pequeño atisbo de la paz que se siente cuando el ego muere. Pero a mi entender, dar una explicación es un acto de arrogancia mayúsculo. Decir que no hay nada o que viene un ángel y te lleva de la mano hasta Dios o la explicación que sea, me parece hasta insólito. Explicar al GRAN MISTERIO es mucho.

Hace poco, en un viaje con la planta, me vino una frase que caló hondo en mi corazón: “La muerte es la magia”. Y se la dije a mi hija recientemente cuando surgió el tema. La muerte llena de valor cada segundo, cada instante. Si algo tiene que morir es porque así tiene que ser. Es el misterio divino. Es la clave de la transmutación. Es lo que da lugar a lo nuevo. Y cuando uno lo acepta, la paz es total. Mientras más amo a la muerte, más amo a la vida. Más amo a la incertidumbre. Ahí está el sabor. En el cambio constante. Venero a la muerte porque la muerte es mi aliada, no es mi enemiga.

No se lo transmití con estas palabras, pero traté de comunicarle mi sentir. Ella me escuchó y me dijo textual: “Es tu opinión, pero no estoy de acuerdo”. Entonces decidí aplicarlo a un ejemplo de su vida. Nina tiene seis años y está terminando la escuela libre en la cual pasó dos maravillosos años. El lugar va a cerrar y por eso busqué algo nuevo, en la misma línea educativa. Y así llegó otra escuela con una pedagogía de libertad y respeto por los niños y las niñas. Le repetí a Nina nuevamente “la muerte es la magia” y le expliqué que moría su antigua escuela para que aparezca otra. Que el lugar era genial y que no solo iba a tener a los amigos de antes, sino que sumaba nuevos y muchos. Y ahí sentí que le resonó la explicación. Una sonrisa se le dibujó en la cara y, sin solución de continuidad, pasamos de hablar de la muerte a jugar unas buenas escondidas. 

No pretendo que Nina piense como yo acerca de uno de los grandes temas de la vida. Solo le di mi parecer y le dejé en claro que no tengo ni idea acerca de qué pasa cuando uno se muere. Lo que sí me interesa es bajarle un mensaje desdramatizado. Que se hable de la muerte, que no sea ese miedo irracional que se suele ocultar desde temprana edad. Yo elegí amigarme con la muerte y quererla. No significa que me quiero morir, todo lo contario. Pero incorporarla de esa forma a mi vida hizo que ya no sea un peso. Mi hija buscará su propia respuesta. Mientras tanto, seguimos jugando a las escondidas.