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Columnistas

La era del laconismo intelectual

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Titular, copete, scroll, fotografías, epígrafes. Una oración, muchos titulares. Más y más titulares. Velocidad, instantaneidad, urgencia, híper didáctico. Lo elemental, lo básico, títulos y más copetes, a veces ni copetes, tweets. Otra oración. Saber sin entender, es parecido a correr en una playa desierta. Llega un punto en donde ya no sabés dónde estás ni a dónde te dirigís.

El coeficiente intelectual del ser humano lleva poco menos de medio siglo haciéndose más pequeño generación tras generación; así lo dicta el Centro de Investigación Ragnar Frisch, de Noruega, y otras tantas investigaciones más. Apabulla, no sorprende, preocupa. Lo leí, lo supe. Pero cualquier tonto puede saber, la clave es entender, dijo Albert Einstein. Entender que si cada vez tenemos menos luces, pronto, demasiado quizá, nos quedaremos a oscuras.

La fábula con moraleja. El Cardenal Mazarino, un diplomático y político italiano, le concedió una breve audiencia a un mendigo; el cual debería explicarse en tan solo dos palabras. El mendigo miró al Cardenal y dijo: “Hambre, frío”. Mazarino se giró hacia su secretario y dijo: “Comida, ropa”.

Pero, ahora, cada vez sabemos más, y entendemos menos. La vocación por un mundo moderno, ágil e hiperconectado cayó en la equivocación y transformó al entendimiento en una migaja que se disputan dos hambrientos durante la última madrugada de sus vidas. “Sólo quiero una semana para entender las cosas, porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar en un panteón”, escribió el gran poeta mexicano, Jaime Sabines. Entender es la clave de su sentencia, el centro de las dos oraciones: lo esencial en esta vida. Acumular información sin su debido análisis y profundización no es más que una especie de entretenimiento automatizado, la suma de mil partes que todas juntas dan cero. Algo se enciende en mi cabeza: es una cita del poeta español Rafael Alberti, que vivió exiliado en Argentina, en el barrio de Castelar.

La busco: “Yo nunca seré piedra, lloraré cuando haga falta, gritaré cuando haga falta, reiré cuando haga falta, cantaré cuando haga falta”. Piedra, inacción, seres consumiendo frente a una pantalla, mentes quietas, estúpidamente concentradas en quemar el tiempo, en grabar a fuego opiniones que nos son propias, sino ajenas, que no comprenden, pero que recuerdan.

Qué es todo esto sino un espacio y un tiempo en una línea larguísima que tenemos la fortuna de habitar. Qué sentido tiene abarrotarlo, sabiendo incluso que es escaso, de constantes elementos que lo único que hacen es adormecer nuestros cerebros, anestesiarlos, alejarlos de lo que realmente es vivir. Entender, poder objetivar sobre lo que está sucediendo y actuar sobre ello es acaso, y por partida doble, el inicio del todo: entender que no entendemos, correr los velos, sacudir nuestro intelecto, quitarnos del sitio cómodo de acumular información que, en estas condiciones, únicamente desinforma. Porque todo lo que no se construye, acaba siendo escombro. Pilas, montañas, terraplenes enteros que nos alejan cada vez más del entendimiento y que pronto, demasiado quizá, lo hagan invisible.