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Cultura & Espectáculos

El chico que nunca existió

Islandia

Islandia. 1918.

Tierra de hielo. Fiordos, mesetas, glaciares, desiertos, geiseres, montañas y ríos.

Islandia, tierra de Mánni. Tierra del Chico que nunca existió.

Una isla distante, en el norte del Mar del Norte, independizándose de Noruega y negociando un acuerdo con Dinamarca. Fines de una guerra que ha destrozado Europa, termina con la Belle Epoque y los imperios centrales y presagia un nuevo mundo.

Un pequeño territorio de gente dura, donde Mánni, huérfano y recogido por tu tía abuela, es atravesado por una vida marcada por la soledad, un pupilado entre curas y búsquedas sexuales o, para indicarlo mejor: placeres que se muestran en contradicción con las practicas cotidianas de la Isla.

Islandia es un territorio tan tremendo que no se le podría describir sin ser poeta. Atravesado por vientos constantes, hielos eternos, fríos glaciares e inviernos en los que hasta la llegada de un barco al puerto de Reikiavik es una actividad poco cotidiana. En esa tierra de piedras duras y aguas heladas Mánni se gana algunas monedas practicando una sexualidad alternativa con hombres mayores, marineros y todo adulto que lo desee.

Mánni vive su diferencia en los pliegues de una sociedad conservadora, pequeña y arrinconada en los márgenes del mundo, donde lo único que les salva del aislamiento son dos cines que, enfrentados de uno y otro lado de la plaza principal, ofrecen a diario selecciones de películas llegadas de Dinamarca que muestran el mundo en películas mudas acompañadas por música en vivo y diálogos escritos en placas negras.

Los cines universalizaron las vivencias, ordenaron imaginarios, fueron la primer gran experiencia globalizada de la cultura. En muy poco tiempo aparecieron salas y pantallas en todas partes, grandes espacios de increíble boato, pequeños espacios en asociaciones, sociedades de socorros mutuos o organizaciones políticas y hasta telones hechos lienzos unidos para la ocasión en medio de una plaza o un descampado

Las elites leían libros, los pobres iban al cine. Opción masiva, popular y democrática, los cines acercaron los mundos al mundo, regalaron historias, inventaron el tiempo y el espacio desde nuevas perspectivas. Los dos cines de Reikiavik eran el lugar en el que Mánni podía ser quien quisiese, sin necesidad de estar inventando disfraces para ocultar sus historias cotidianas. Salía del cine embebido en sus personajes y no los abandonaba hasta que el siguiente día le sorprendiera en una nueva maratón de celuloide.

Pero en 1919 se cortó la magia, se acabó el cine, desaparecieron los carretes de celuloide que con puntualidad llegaban a una ciudad en la que el reloj de la catedral no daba los cuartos, ni siquiera las medias, porque sus manecillas estaban trabadas desde hacia tanto tiempo que las horas cambiaban con las estaciones del año. En 1919, apenas acabada la gran guerra, la novedad de la independencia llego a horcajadas de la gran epidemia de gripe española que trajeron los barcos y los marinos desde el continente.

Mánni podía ser quien quisiese, sin necesidad de estar inventando disfraces para ocultar sus historias cotidianas.

Y el chico homosexual en una tierra que no los tolera, que los niega, el que vive en las películas y que cuando no las tiene frente a sus ojos las repite una y otra vez en su mente como único territorio de libertad; el que las sueña entre las sabanas gastadas mientras los hilos de su vida se entrecruzan con los personajes imaginados, el que ama y se deja amar por unas monedas, el que entrega su cuerpo adolescente al goce ajeno, y al propio, ese joven se reconvierte en salvador de vidas, acompañante de dolientes enfermos y futuros muertos. Silencioso enfermero improvisado que se completa como humano.

El chico que nunca existió aparece para los demás, y en ese mundo nuevamente aislado, frio como un soplido en una caverna y oscuro como la garganta de un cuervo, encuentra un modo de ser alguien, de tener identidad. Nada, igualmente, dura para siempre y, al fin de la epidemia que mata a casi la mitad de la población, lo encuentra en plena felación con un marinero danés. Y la misma sociedad que le agradecía hasta pocos días antes, no puede soportar al distinto, al diferente, en el mismísimo día en que se independizaban de Noruega.

Mientras la hendida bandera de la nueva Islandia soberana es izada en el largo mástil de la Jefatura de gobierno y los cañones de los barcos saludan a la nueva nación que nace con veintiún salvas en su honor, un chico que nunca ha existido y un marinero rubio se miran a los ojos. Y en el mismo instante en el que Mánni siente el cálido semen brotar dentro de él, una puerta se abre, un par de ojos los descubren y las palabras de sorpresa van acompañadas de un puño cerrado que deja al chico desmayado en medio de un orgasmo ajeno.

El que se había vuelto visible ayudando en la pandemia es, nuevamente, silenciado, ocultado, desaparecido. Cancelado.

Así como poco tiempo antes la pandemia atravesó su vida y lo quitó del cine, ahora su sexualidad lo saca de su mundo, construido a pedazos de tristeza y necesidad en partes iguales y lo expulsa a los márgenes, al afuera, a un barco sin timoneles ni rumbo fijo.

Manni es la historia de lo que no debía ser, pero era, de lo que no debía suceder, pero estaba, de lo que no se veía pero ocurría. Biografía de las historias rebeldes, a las que la sociedad margina y utiliza a la vez. Las que, a pesar de ser negadas, golpean a nuestras puertas a diario y se imponen en medio de la negación, el engaño y la ceguera.

El chico que nunca existió es historia de la libertad elegir, el derecho a gozar y la posibilidad de soñar en medio de la construcción de un país de independencias masculinas.

Sigurosson, Sigurjon Birgir. El Chico que nunca existió. Madrid. España. Nordica Libros

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