Hay mucho de inexplicable en los encuentros, en la sucesión de hechos que terminan con una situación inesperada, imprevisible. Algunos incluso, se marchan para soñar más lejos, por fuera de toda intromisión. Algunos, como Nastassja, llegan a los confines habitados de la tierra y, además, logran extraer a esos espacios, su alma, sus sentidos y sus silencios, los más profundos, los que se esconden en la pulpa de las nieves eternas.
Nastassja llega a Kamchatka, y su cuaderno negro de antropóloga joven bulle de situaciones, novedades y sorpresas. Una región limitada por el secretismo soviético, el blanco eterno de las nieves, los renos, las estaciones marcadas y el alma oscura de los silencios largos. Territorio de evenos, itelvenos y koriacos, esquina del mundo donde el frío absoluto juega a las escondidas con las tribus que, desafiando la hostilidad del clima y el estado que se apropia de sus espacios, conviven con sus historias y sus mitos.
Vidas lejos del turismo, del Estado y de las ciudades, territorio de yurtas, cabañas rudimentarias en las que, todos juntos, conviven semanas enteras al calor del fuego comunitario, las pieles en el suelo y las ollas de sopas humeante; entornos que pelean por penetrar los espacios, espíritus de animales que nos eligen, incluso antes de que nos encontremos con ellos, lobos y osos. Osos.
El volcán Kliuchevskoi, el más alto de Kamchatka, es el objetivo de la expedición que se adentra en las tripas del territorio helado, la vegetación se reduce, ya no hay árboles, solo helechos altos y de un verde oscuro que compite con el blanco absoluto y fabrica ensueños. Territorio de glaciares y ríos helados, en los que debajo de su capa sin movimiento se esconden ríos bulliciosos, peces y vida.
Desde niños heredamos los territorios que habremos de conquistas a lo largo de nuestras vidas, organizaremos en esos espacios nuestros sueños, mitos y deseos, las fantasías más extremas, el alma que nos convertirá en héroes, funambulistas y magos de nuestras propias historias.
Desde niños heredamos los territorios que habremos de conquistas a lo largo de nuestras vidas.
El territorio de Nastassja es el hielo, la soledad y los osos, y este viaje al encuentro de su propia historia deja, como todo viaje, marcas indelebles. Cada paso de la expedición es un tintineo de acercamiento al espacio en que conviven su imaginario y su realidad. Porque para desplazarse hay que soñar y viceversa. Alejarse de la casa, de la infancia, de las garantías. Soñar con osos no es cómodo, alejarse para soñar más lejos tampoco.
Territorio de nomadismos y de sueños, hundimientos en la nieve profunda. Huida al bosque. De la alienación a la búsqueda. Formas habituales de la vida que se desmoronan, escrituras que se atascan y pocas cosas interesantes por decir y por vivir. Ritmos que rompen ritmos.
“Todas las mañanas sumerjo el cubo por un agujero horadado en el hielo de Tvanianskaia. Me detengo unos minutos. Me gusta mirar el agua que corre bajo el hielo. Este agujero de 50 cm de diámetro, es como una ventana, un tragaluz. Un punto de vista que da al mundo de abajo, donde todo sigue en movimiento, mientras que la superficie esta inmóvil, desesperadamente estática.”
Soñar con osos no es cómodo, alejarse para soñar más lejos tampoco.
Pero “Creer en las fieras” no es un texto de etnografía extrema. Es la historia de un encuentro que marca para siempre, que deja huellas, que nunca más nos regresa al punto original. Una historia real. Una biografía a dos puntas: una antropóloga que se encuentra con su oso. La soledad mas absoluta, las marcas de garras en la nieve y la fantasía convertida en una masa impresionante que, en dos patas, aparece inesperadamente cambiando una vida y construyendo otra.
La estepa está roja, la nieve está roja, las manos también; el oso pega el zarpazo y la única defensa es una pica que penetra en una de las patas, que le desgarra el músculo; se siente profunda la inmersión de la herramienta, ahora arma. La boca, inmensa, abraza toda la cabeza de Natassja, las mandíbulas aprietan y al amasijo de carne, pelo y hueso que cruje se le suma el olor hediondo que parece atraparlo todo; es un segundo, un instante, todo se revuelve.
De repente, en el punto mismo del final, el oso abre sus fauces, suelta a su presa y huye herido en medio de un espacio blanco en el que va dejando marcas de sangre que se congelan con solo caer. Solo queda el amasijo, la hediondez, pedazos informes del rostro y la vida, o retazos de todo eso.
El oso huye, y todo debe reconstruirse. Un libro que relata el regreso de las fauces de un animal inmenso. Un instante en el que se cruzaron vidas, miradas, animalidades. Dos mundos, un punto de encuentro.
No quiso matarla. Decidió marcarla para siempre. Hay una palabra entre los evenos: Miedka, alguien que vive entre dos mundos, mitad humano y mitad oso. No habrá forma de reconstruir nada para llevarlo a su punto original, ya no habrá regreso. Sera, de aquí en más, una Miedka, quedará entre los dos mundos, será ese, su rostro destruido y reconstruido, la imagen del filo eterno, de las marcas dentadas en la existencia toda, del purgatorio moderno. La decisión del oso es, a partir de ahora, la marca fundacional de una vida a horcajadas de dos mundos; el de la naturaleza salvaje y el de la humanidad que horada los límites.
No quiso matarla y la invitó a defenderse. Defenderse y atacar. Marcar el cuerpo ajeno, marcarse, Lanzarse a la lucha como una fiera y defenderse de ella. Ahora, en los sueños, siempre estará esa batalla, esa mordedura, esos colmillos posados sobre la carne blanca. Esos sueños nunca mas serán tranquilos.
Un oso cruza su mirada con un ser humano: dos vidas se entrecruzan para no disolverse nunca más.
Reconstruida la cara, no volverá a ser la misma. Sobreviene una melancolía que se apodera del cuerpo. “Es necesario convertirse en el viento que sopla a través de nosotros” como decía Lowy, y lo habitual, como le sucedió a él, es no convertirse nunca en ese viento, como les sucede a tantos otros. “El mundo se derrumba simultáneamente en todas partes a pesar de las apariencias. Lo que sucede en Tvain es que aquí se vive de manera consciente en sus ruinas”.
Un oso cruza, en Kamchatka, su mirada con un ser humano. Ven a través del alma de cada uno y ya no podrá borrarse lo que el otro muestre: dos vidas se entrecruzan para no disolverse nunca más. Dos vidas que siguen, se repugnan, y se entrelazan.
El oso no está muerto, Nastajjsa tampoco.
Llegar a matar para volver a uno mismo, a los suyos, o fracasar y dejarse tragar por el otro y dejar de estar completamente vivo en el mundo de los humanos. Fin del encuentro arcaico, pero regreso, porque la muerte no ha sucedido. No hay cierre. Hay hibridación.
“El fondo animista de los humanos es el rostro deformado de la máscara. Medio hombre, medio animal. Medio mujer, medio oso. Lo que hay debajo del rostro, el fondo humano de las bestias, es lo que el oso observa en los ojos de quien no debería mirar; eso es lo que el oso vio en mis ojos. Su parte de humanidad, el rostro bajo su rostro”.
La noticia es que un oso y una mujer se encuentran y las fronteras entre los mundos implosionan; al enfrentarse abren fisuras en el cuerpo y en la cabeza del otro. También el tiempo del mito se encuentra con la realidad, el pasado se encuentra con lo actual, el sueño con lo corpóreo. Los depredadores se buscan y se evitan en los dorsales de la tierra, en las profundidades del bosque. Cuando se encuentran sus mundos se dan vuelta, sus recorridos se alteran. Existe una suspensión del movimiento, una retención que suspende a las dos fieras involucradas en un encuentro que no se prepara, y que no se evita. Un encuentro del que no se escapa.
Y sus vínculos se vuelven inquebrantables.