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Cultura & Espectáculos

La poesía rompió el silencio

poesía

El mundo lo apabulla, pero no le importa porque lo ignora casi por completo. Las noticias, los desastres, las relaciones, la política: todo eso forma parte un sitio al que nunca irá. Piensa y desgasta los días apagando su propio ruido interno con el roce de sus dedos sobre los joysticks, los controles remotos, las pantallas, los inacabables videos colgados de internet que se suceden casi a la misma velocidad que su mente se aburre.

Por casualidad, por mero acto del destino que rompe lo esperado con la misma facilidad que una ola barre un grabado sobre la arena, cae frente a sus ojos un video que con voz en off y subtítulos color violeta recita, dulcemente, un poema. La que suena es Elvira Sastre, una poeta de tres décadas que escurre en su voz sus anhelos y deseos con palabras directas que se clavan en su pecho mientras que, desconcertado, permanece quieto frente a la pantalla, como quien observa maravillado un accidente geográfico. Siente lentamente un cambio en él, en su humor y en su propio cuerpo. Las palabras vuelan desde los parlantes y sacuden su silla, lo desordenan y después lo vuelven a su lugar completamente distinto. Se sorprende. No sabe cómo, pero sabe que aquello que acaba de suceder es algo parecido a la magia, que una venda que ignoraba tener acaba de caer de sus ojos. Que nunca, en sus cortos veinte años, algo lo había conmocionado de esa manera.

Y entonces escucha otro, y otro. Y uno más. Busca libros de la autora en internet y compra dos. La espera es insoportable. Su ansiedad, su extrema necesidad de saciar automáticamente todos sus deseos, no es más que una consecuencia de un mundo que cumple a contrarreloj lo que sea que las nuevas generaciones busquen, aunque él no lo sabe. Pero llegan. Y cuando lo hacen, él rompe el paquete con desesperación y sin querer rasga la portada de uno de ellos. Toma el ejemplar en sus manos y entra en él, como quien se sumerge en una pileta. Entra en él, lo siente así. Las palabras poco a poco empiezan a estrujarlo contra el sillón. Después a abrazarlo, a besarlo en la boca, a golpearlo. El mundo allá afuera sigue girando. Él allí dentro levita. Cuando sale del libro es otro. Está satisfecho y siente una nebulosa en su cerebro que lo acompaña a lo largo del día.

Después de esos dos libros vienen otros dos más. Entra en ellos y en los poemas, se transforma, aprende, y todo en su interior cobra otro sentido. Lo sabe, le gusta. Como quien atraviesa una tormenta sonriendo y bailando. Encuentra allí algo que no existe en ningún otro lugar del mundo: las preguntas y las respuestas, los tormentos y las vergüenzas. Se encuentra a él. Y encuentra también sencillez y sinceridad y, sobre todo, una nueva manera de ver el mundo. Aún no lo sabe: la poesía lo alcanzó gracias a un puñado de nuevos autores, pero principalmente, autoras que llegaron y le inyectaron a la poesía una transfusión de sangre y después rompieron el silencio y abrazaron a nuevos lectores. Eso es lo que sucede con la poesía hoy. Que se cansó del conformismo y de los preconceptos que la abrumaban y está en auge. Escritores y escritoras jóvenes lograron, seguramente sin siquiera buscarlo, ponerla en el centro de escena y regalarle al mundo algo bello y desinteresado. Sus libros no son elementos conformados por tinta y papel, sino que pasaron a ser un vínculo, un lugar en donde resguardarse cuando la vida se pone dura y nos acecha. Algunos seguirán equivocadamente tildándola de inútil y elitista, pero nadie podrá acusarla de cobarde.

La poesía era una mejor versión del mundo.

Después vinieron otros autores. Se devoró los libros de Sastre, los memorizó, empezó a comprender que la vida era más lenta que lo que él creía y que lo que el mundo parecía exigir. Comprendió que detenerse y pensar, acariciar sus propios dolores y saldar sus deudas sentimentales, eran también y, sobre todo, parte de la vida. Ahora podía mirarse en el espejo y encontrar allí su reflejo. Ya no un espejismo. Y podía sorprenderse cuando encontraba lo que no estaba buscando.

Después encontró a Loreto Sesma, a Sara Búho, a Patricia Benito. Indagó y viajó a otras escritoras y se cruzó con Cristina Peri Rossi y comprendió aquello que ella escribió, tanto atrás: que las palabras no sirven para detener lo malo, pero sí para aliviar el dolor y que es allí en donde la literatura cobra sentido. Los días, sus días, ya no se escapaban entre videos y pantallas. Sus ojos se afinaron, su gusto se hizo más preciso, conoció el placer de la lectura.

Y encontró a Paola Soto, una escritora apenas mayor que él, que logró que sintiera la cercanía en las letras, el acompañamiento, el abrigo de un poema que es como una manta que lo cubre todo, cuando uno está mal abrigado. Lloró cuando leyó Me estoy rompiendo sólo para ver qué me hiciste por dentro, y entonces decidió buscar a la autora, a Paola Soto. Escribirle, explorar e intentar comprender cómo era que las palabras y los poemas tienen la capacidad de hacer todo eso. Cómo era el proceso creativo de algo tan maravilloso. Paola fue amable y contestó sus preguntas. Le dijo que ella buscaba que sus poemas se sostengan solos, que mostraran un sentimiento traducido en palabras. Que cuando se sienta a escribir, el momento se reduce a lo que quiere decir y a cómo quiere decirlo, que ahí está la satisfacción, el reto, el sentimiento, la vulnerabilidad y el enfrentamiento con el ego en el proceso de edición. Que escribir no es del todo placentero, sino un proceso, un trabajo, que toma su tiempo, y que a la vez es todo eso junto lo que la convoca de la escritura. Traer a la vida algo que vale la pena, a pesar de que confía en que el momento de crear tiene que ser íntimo y que escribir de por sí es un oficio solitario. Que lo que pasa es que luego, cuando hay un resultado visible y llega a ser un libro o un texto publicado, ese mismo artefacto encuentra a su lector y ahí ocurre algo hermoso que no depende de ella. Y que esa conexión solo puede venir de la verdad, de cuando uno es honesto al hacer algo y de alguna forma cuenta una historia universal.

hojas de un libro

Se sintió maravillado. La poesía era una mejor versión del mundo: la utilización de las letras para saldar sentimientos y para regalarle a él la certeza de que no estaba tan solo ni tan aislado, de que había otros y otras con sus mismas inquietudes, incertidumbres y pesares, y que ya no tendría que cruzar oscuridades sin mapas. Encontró la complicidad, las reflexiones, el lenguaje directo y sencillo, la utilización de las redes sociales con un sentido y un fin realmente de red y realmente social; respetando eso y usándolo a su favor.

Encontró allí la pureza del mensaje; las intenciones sin maquillaje que buscan acariciar una herida que aún sangra, regalar una sonrisa o, a veces también, enseñarnos los dientes para terminar de desarmarnos y luego volver a montarnos, de una mejor manera. Y la poesía le recordaba, sobre todo, que era pequeño y endeble y que eso está bien. Y que lo que no lo golpea también podía destruirlo.

La poesía lo alcanzó gracias a un puñado de nuevos autores, pero principalmente, autoras que llegaron y le inyectaron a la poesía una transfusión de sangre.

Pensó que eso no era para cualquiera: que la poesía seguramente germinaba sólo en un reducido espacio en donde no todos caben, en donde no cualquiera es capaz de abrir su cuerpo y dejar pasar las palabras como si fueran balas que dañan y luego sanan. Pero estaba equivocado. Recordó la primera oración que Paola Soto le había regalado: La poesía es una respuesta inmediata para entender o interpretar lo que ocurre alrededor, todo el tiempo. Y eso, pensó, es algo que todos necesitamos, mucho más que una pantalla o un control remoto.