Hablar de infancia(s) no es, necesariamente, hablar de niños y niñas. La infancia es –muchos lo han dicho enfática e insistentemente–, un territorio de disputa política y un escenario de fantasías, memorias y deseos. La infancia ha sido el terreno privilegiado de los proyectos de nación, con sus convocatorias al futuro venturoso de la patria, y ha sido el espacio de la regulación moral de la maternidad y de la sexualidad. Así, por ejemplo, en torno al primer centenario de la Revolución de Mayo proliferaban las metáforas sobre lo infantil como el pasado indígena y bárbaro, y las figuras de la infancia urbana y educada como el germen del progreso futuro de la república. También las memorias de la infancia suelen ser una convocatoria melancólica y conservadora sobre un pasado perdido que, como todo lo perdido, ha sido mejor. La asociación entre infancia y futuro, por su parte, muchas veces articula demandas de justicia o humanitarias, permite colocar temas en agenda y construir urgencia o emergencia en torno a asuntos que, de no involucrar a niños, no tendrían esa carga emotiva y moral. Finalmente, las ideas sobre la infancia como pureza e indefensión han sido movilizadas para legitimar las posiciones de actores que, lejos de defender las vidas de niños y niñas, buscaban oponer los intereses infantiles supuestos a los derechos de otros actores, por ejemplo y especialmente, de las mujeres.
Estas clasificaciones que producen discriminaciones y jerarquías no han desaparecido.
Ahora bien, los niños y las niñas son “otra cuestión”. En efecto, los estados modernos, sobre todo desde finales del siglo XIX, se esforzaron en el diseño de políticas que distinguieran con claridad entre “niños” y otras categorías clasificatorias aplicadas a las personas menores de edad. Así, los “niños” eran, antes que nada, “hijos” (es decir, habían nacido en hogares matrimoniales) y “alumnos” (esto es, iban a la escuela). Para entonces, las personas de pueblos originarios menores de edad eran “criados”, sirvientes en semi-esclavitud y cuya identidad cultural había sido eliminada de plano. Las personas pobres eran, mayormente, “menores”, una categoría amorfa y porosa, cuyos contornos flexibles permitían incluir tanto niños que habían sido víctimas de alguna situación compleja como niños que habían cometido un delito. Estas clasificaciones que producen discriminaciones y jerarquías no han desaparecido. Actualmente, y aún con la sanción de la ley de interrupción legal del embarazo, cuando una niña queda embarazada, para ciertos sectores ese embarazo hace de la niña una “madre”, independientemente de la edad y las condiciones específicas en las que ese embarazo aconteció. Procesos de racialización, de distinción de clase y de género, modifican así las distancias entre lo que cada sociedad define como “infancia” y cómo se considera a los niños y a las niñas reales.
Ese hiato entre “infancia” como categoría teórica y “niño” como sujeto concreto se llena entonces con políticas y debate público. El derecho de un niño a vivir una infancia, aquella que el estado le garantice, se condiciona cuando discutimos la baja de la edad de imputabilidad penal; cuando disputamos sobre en qué consiste y cómo se garantiza el derecho a la educación; cuando definimos la extensión, los actores y los contenidos de la educación sexual; al considerar la relevancia de los controles y regulaciones ambientales; cuando ponderamos si se privilegia el lazo filiatorio cuando hay una sospecha de abuso, o si ese lazo puede romperse cuando las condiciones de vida de la familia son extremas y duras. No se trata de ejercicios retóricos: cada una de esas disputas representa un problema en debate en este momento en nuestro país; incluso si no se tiene en la mira el impacto de esas decisiones en las condiciones de existencia de niñas, niños y adolescentes.
Señalar que la pobreza condena a los niños a “no tener infancia” es una afirmación problemática.
Ahora bien, ¿en qué consiste el derecho a vivir “una” infancia? Ciertamente, señalar que la pobreza condena a los niños a “no tener infancia” es una afirmación problemática. Por un lado, porque la pobreza infantil condena a más de la mitad de las personas menores de 18 años en nuestro país a vivir en hogares en los que o bien no se logran garantizar las condiciones mínimas de alimentación y nutrición, o apenas se llega a asegurar ese piso de dignidad humana que significa comer todos los días: más de un millón de niños y niñas tiene acceso a un solo plato de comida diario.
Por otro lado, porque esas mismas niñas y niños logran construir a diario espacios y tiempos de juego, de placer, de amistad, incluso en las más duras condiciones de existencia.
Muchas veces este debate adquiere derivas moralizantes y complejas, en las que madres y padres son cuestionados en su capacidad de garantizar esas formas de vida que consideramos, como sociedad, que son definitorias de lo infantil: el tiempo libre de preocupaciones, la protección frente a inclemencias y dificultades, el afecto. El juego y la escuela, la risa, los barriletes, las pelotas, las tablets y las muñecas. Y si bien es claro que las relaciones de cuidado que definen a la infancia imponen responsabilidades específicas a quienes maternamos y paternamos, también es cierto de que esa es una mirada parcial.
Lograr una “infancia privilegiada” depende en gran medida de la legislación, las políticas y la institucionalidad estatal.
La historiadora de la infancia Paula Fass lo colocó con mucha claridad: lograr una“infancia privilegiada”, esto es, protegida y separada del mundo adulto, depende en gran medida de la legislación, las políticas y la institucionalidad estatal. Y complementariamente otro historiador, Hugh Cunningham, enfatizó la imbricación histórica entre la producción de esas condiciones de existencia de la infancia y las desigualdades sociales: las circunstancias que permitieron la invención de una infancia de clase media protegida fueron las mismas que condenaron a niños y niñas a trabajar en las fábricas y las minas de la segunda revolución industrial.
Las circunstancias que permitieron la invención de una infancia de clase media protegida fueron las mismas que condenaron a niños y niñas a trabajar en las fábricas y las minas de la segunda revolución industrial.
Si como sociedades consideramos que la protección de las nuevas generaciones es una prioridad, necesitamos conectar a la infancia con los debates más generales sobre la construcción de un orden social más justo. Las políticas vinculadas con la regulación -o la falta de regulación- del agronegocio, las políticas impositivas, la forma de regulación del mercado de trabajo, las políticas de vivienda, las políticas de seguridad, por nombrar sólo algunas, pueden ser miradas en clave generacional para comprender la infancia que, como sociedad, estamos produciendo. Son políticas determinantes de la estructura y la jerarquía social, y definen así las formas de vida infantiles, los riesgos y peligros que enfrentan niños y niñas. La pandemia de covid-19 mostró la relevancia de analizar también lo que les sucedía y les podía suceder a los niños, más allá de no haber sido inicialmente las principales víctimas de la enfermedad. No haber hecho tal análisis tempranamente y de manera adecuada y responsable muestra consecuencias severas; una generación transitó casi dos años vinculándose con el mundo a través de redes sociales, o bien resultó excluida de la escolaridad, y actualmente padece las consecuencias subjetivas y emocionales de ese proceso.
Una generación transitó casi dos años vinculándose con el mundo a través de redes sociales.
Las implícitas promesas que guían la imaginación sobre el futuro de niños y niñas a nivel individual y social se juegan en las maneras en que respondemos a nuestras responsabilidades políticas e individuales en el presente.
Texto de Valeria Llobet, Doctora de la UBA con mención en Psicología y Posdoctora en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud. Investigadora Principal de CONICET y directora del Centro de Estudios sobre Desigualdades, Sujetos e Instituciones (CEDESI) de la Escuela de Humanidades de UNSAM.