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Columnistas

La noche de la hoguera

Vuillard

"La gente habla. La boca produce palabras. Muchas palabras. Una avalancha. La noche del 11 al 12, París se revuelve en la cama. La gente duerme mal. La noche del 13 de julio de 1789 fue larga, larguísima, una de las más largas de todos los tiempos. Nadie pudo dormir". 

Un país joven, de revolucionarios jóvenes, con viejos problemas. Un país que estalla, donde todo lo que podía pudrirse se pudrió, donde todo lo que podía avivar el fuego, ardió. El viento despabila antorchas, escupe clamores, silencia hasta a los perros vagabundos de las Tullerías. El silencio deja de ser oprobio y se convierte en fusiles, picas, espetones. El 14 de julio ya no bastará la caridad de algunos burgueses, ni alguna horca en farolas apagará toda energía en explosión. Caos. ¿Hay cambio sin caos? ¿hay modo posible sin que la sangre moje la tierra de un París en estado de arritmia terminal?

"Así es la sedición. Surge en el mundo y lo trastoca; luego su empuje se mitiga, se la cree perdida. Pero un día renace. Su historia es irregular, veleidosa, subterránea y entrecortada".

Los grandes acontecimientos sobrevienen con frecuencia así, el poder queda vacío, guarda silencio, acaso por prudencia, y los altos funcionarios dudan mientras los dados ruedan sobre la mesa.

Ya nada será igual. La historia será distinta desde esa noche. Se reirán del miedo. Desayunarán ilusiones mezcladas con lo que logren sacar de los almacenes reales.

Las multitudes no discuten, les aburren las esperas cuando se convierten en miles y detectan que su número hace posible empoderarse. Las multitudes no tienen rostro, o quizás sí, pero lo que es seguro es que tienen capacidad de dar vuelta los tableros y de exigir que las reglas sean otras.

Historia de hombres comunes, de los que no tienen ni para el pedazo de pan, de los que se mean los pantalones de miedo pero cruzan los barrotes de las cárceles a golpe de indignación, de putas que dejan de serlo por una noche para cuidar heridos y besar, gratis, a las bocas desdentadas y felices de sus clientes que, por un día, torcerán el ritmo el mundo.

Ya nada será igual. La historia será distinta desde esa noche. Se reirán del miedo. Desayunarán ilusiones mezcladas con lo que logren sacar de los almacenes reales. Nada será igual porque "los nadies" descubrieran el embrujo del cambio absoluto. Aunque dure solo un amanecer.

Vuillard se ocupa de poner multitudes donde solo había individuos, ilusiones donde había estrategias y sueños, miles de ellos, donde bailaban las damas de la nobleza con sus peinetones y sus pelucas blancas. Él será quien les dibuje sonrisas, orgullosos andrajos y uñas con tierra milenaria en sus manos. Será Vuillard quien desentierre a quienes nunca tuvieron apellidos, solo nombres, y a veces…

Desde la rebelión de la fábrica de papeles de Reveillon, hasta la toma de la Bastilla, de la París de los de abajo a la Francia de los sueños de los desposeídos, las sublevaciones, a veces, no tienen padres, pero tienen madres, millones de ellas, de las que a partir del pan que falta y la harina que aumenta, salen, desnudas, en tetas como en el cuadro La Libertad guiando al pueblo de Delacroix, a matar el hambre matando a quienes lo generan, a los que desde que el mundo es mundo, les robaron los días de un almanaque con pocas páginas. “El fuego es algo maravilloso. Pero el fuego que destruye es todavía más bello”.

Dice Vuillard que esa noche llovía, quizás no sea cierto, la única certeza es que, por una noche, el fuego triunfó sobre el agua. Y nada volvió a ser lo mismo.

Vuillard habla de risas infinitas, de disparos al aire, en una noche en la que nadie piensa en el mañana, sino en la felicidad del deshacer, del demoler, aunque nadie tenga plano alguno de cómo construir después. “Y la noche del 14 de julio fue, sin duda la más agitada, la más feliz, pero también la más atormentada que haya conocido ciudad alguna”.

Noche de besos y de risas, de jetas al aire, de armarios descolados y puertas escoradas. De alacenas varias y alcohol, del barato, goteando en los labios de los miserables, mientras el miedo de los dueños del pan los lleva, como a Mastroianni en La noche de Varennes, a huir desesperados en busca del pasado.

Dice Vuillard que esa noche llovía, quizás no sea cierto, la única certeza es que, por una noche, el fuego triunfó sobre el agua. Y nada volvió a ser lo mismo.

Vuillard, Eric, 14 de julio, Buenos Aires, Tusquets. 2019.

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