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Columnistas

Faltan palabras para tantas contraseñas

Así no hay idioma que alcance: la contraseña de ocho caracteres debe ser alfanumérica. No puede contener elementos similares a las últimas tres contraseñas utilizadas, ni el e-mail registrado, ni números de teléfono, ni domicilios. Una de las letras tiene que ser mayúscula y algunos de los caracteres debe ser un símbolo.

Con la multiplicación de los servicios on line de bancos, aplicaciones y servicios de cualquier rubro, la requisitoria de contraseñas creció exponencialmente. Como si se tratara de frutas de estación, muchas caducan en pocos meses. Y hay que hacer una nueva, sin repetir y sin soplar. Son demasiadas exigencias.

El desafío de la creatividad y la memoria es asistido ahora por diversas aplicaciones gestoras de contraseñas que hacen el trabajo por uno. LastPass, Dashlane, Keeper y Sticky son algunos de los más conocidos. Pero ¿qué tan seguros son? Son segurísimos hasta que se demuestre lo contrario.

La memoria humana sigue firme en el ranking de confianza. Sin embargo, sus prestaciones son cada vez más endebles por falta de ejercicio. El hecho de que ya no sea necesario recordar un número de teléfono comienza a mostrar las primeras atrofias de la memoria. Y en esos frágiles casilleros de la mente es donde se almacenan cada vez más contraseñas.

El mundo está diseñado por un ejército paranoico y desconfiado que blinda las puertas de acceso, aún sin saber si se está del lado de adentro o del lado de afuera.

Hemos logrado hacer que cada uno de nuestros pasos sea riesgoso. Por eso cualquier movimiento debe ser secreto. El mundo está diseñado por un ejército paranoico y desconfiado que blinda las puertas de acceso, aún sin saber si se está del lado de adentro o del lado de afuera. ¡Todo tiene una contraseña!

Pero, así como la CBU logró simplificarse con un alias que reemplaza a los números por palabras, también existen recursos para paliar los avatares de la memoria a la hora de retener una contraseña. Si frente a las exigencias digitales hay que responder preguntas de seguridad del estilo “¿Cómo se llama su mascota?”, si ante cualquier falla del sistema debemos admitir que “Algo salió mal”, si nos sometemos pasivamente a las humillantes pruebas de chimpancé que propone un captcha para finalmente dar prueba de nuestra condición humana haciendo click en la frase “No soy un robot”; entonces quizás sea el momento de apelar a lo más simple y primitivo del ejercicio de la memoria.

Nos sometemos pasivamente a las humillantes pruebas de chimpancé que propone un captcha para finalmente dar prueba de nuestra condición humana.

Los humanos recordamos mejor la musicalidad de un texto que cada una de sus palabras. Esa es una enseñanza de larga data: en la Antigüedad –cuando la mayoría de las personas eran analfabetas- la transmisión de los saberes más duraderos se hacía con rima. Es más fácil memorizar un poema que un texto en prosa.

Quizás leer poemas –y memorizarlos- sea un buen ejercicio para crear y recordar contraseñas. Por eso, desde esta humilde columna se ofrecen unos sentidos versos como primer aporte mnemotécnico antes de que nos gane el olvido:

Ya no quedan más palabras,

la contraseña me asola,

es una idea macabra

de la Academia Española.

Me dicen que no la olvide,

que la anote en un cuaderno.

Si es el banco el que la pide

hay que pasar el invierno.

La fecha de nacimiento,

las iniciales de un hijo.

Al sistema no le miento

porque tengo un plazo fijo.

El olvido está al acecho

y ejercito la memoria.

La clave digo al derecho,

al revés ya es otra historia.

La contraseña repito

sin hacer un intervalo.

Me acuerdo del corralito

y del ministro Cavallo.

Está pasando