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Columnistas

Que vuelvan los bichos

Los insectos representan el 90% de las especies animales conocidas. En otras palabras: es poco probable vivir en este planeta y no ser un bicho. Somos humanos de casualidad.

Sin embargo, en las grandes ciudades es cada vez menos frecuente ver insectos. ¿Dónde hay un bicho canasto? ¿Y las langostas y mamboretá que abundaban en el lejano siglo XX? ¿Hace cuánto que no se ve una mariposa en una parada de colectivo? Ningún porteño tiene a mano una vaquita de San Antonio a la que encomendar su suerte. Ni tampoco un aguacil que le anuncie la lluvia. Hay que levantar muchas baldosas para encontrar un bicho bolita. Y la lombriz es una promesa para pescadores. Sólo quedaron moscas y mosquitos en la ciudad que se proclama verde.

Ya están operativas nuevas generaciones de niños y ex niños que le temen a los bichos. En su educación urbana han adquirido el acto reflejo de pisarlos cuando aparecen en su camino. El hecho es poco frecuente, no por falta de pisadas sino por escasez de insectos. “¡Cuidado que pica!”,  les han dicho sus tutores adultos antiplaga; y la respuesta ante el peligro se aprende fácil y se olvida difícil.

Es poco probable vivir en este planeta y no ser un bicho. Somos humanos de casualidad.

El ser humano acepta el acto de matar sólo cuando se trata de bichos. El asesinato de un perro, por ejemplo, recibiría la condena unánime de cualquier miembro de nuestra especie. Pero si se trata de matar cucarachas, no existe asociación civil que salga en su defensa. En la base de la pirámide ecológica –de cualquier pirámide- es más difícil sobrevivir.

La industria de los insecticidas se jacta del crimen masivo en los avisos publicitarios: “los mata bien muertos”, insistía una publicidad que ahora reemplazó su énfasis mortal por otro slogan con similar poder de fuego: “mata y sigue matando”. Y hasta existe una línea de venenos que utiliza como nombre el grado de iluminación alcanzado por el bueno de Siddharta Gautama. Se llama Buda. ¿Acaso es posible imaginar un veneno que se llame Cristo? ¿Alguien osaría a bautizar un matacucarachas con el nombre de Alá?

Ya están operativas nuevas generaciones de niños y ex niños que les temen a los bichos.

No hay dioses en las grandes ciudades, y así es muy difícil ser un bicho y morir de causas naturales. “Pobre hormiga, murió de vieja, trabajó durante sus 20 días de vida”, dijo nunca nadie. La neurosis con trastorno bipolar se verifica en la actitud de los humanos para con las hormigas. Aprendimos a valorar su organización para el trabajo, la previsión voluntariosa que la distingue del mal ejemplo de la cigarra, y la capacidad de levantar hojas que superan varias veces su propio peso. Pero no hacemos otra cosa que perfeccionar destrezas para matarlas. La fábula se cuenta sola.

El último día de vida de una mariposa es también el primero, pero en la ciudad le será difícil completarlo. La polución, el ruido y –sobre todo- la escasez de flores lo hacen inviable.

Otro tanto ocurre con las abejas -campeonas mundiales de aportes ecológicos para el planeta- que no encuentran el suficiente néctar para prosperar ni para hacer que otras especies también lo hagan. “¡Planten lavandas!”, dirían si pudieran hablar.

Si se trata de matar cucarachas, no existe asociación civil que salga en su defensa.

Si no hay polinización, las plantas no se reproducen. Si las plantas no se reproducen, dejan de existir. Si no hay plantas tampoco es viable la vida de miles de animales. Y todo así. Es fácil imaginar el final del cuento sin spoilear nada.

Sin embargo, pese a todo esto, los bichos son muchos más que nosotros. Se conocen alrededor de 750 mil especies de insectos, y se estima que hay diez veces más (que la ciencia aún no conoce). Su capacidad evolutiva es espectacular y, quizás por eso, sepan que deben huir de la gran ciudad.

Cuando el éxodo sea total y no haya flores en la urbe de cemento, los humanos que queden podrán vivir tranquilos y levantar la caca de su perro sin temor a ser picados por ningún bicho.

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