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Columnistas

El sueño de la palmera propia

Todos los intendentes del conurbano bonaerense –sin ninguna grieta que los separe- purgan el sueño roto de ser Miami plantando palmeras en boulevares que inauguran sobre calles que ya existen.

La palmera es generosa con las gestiones municipales que necesitan mostrar rápido una obra que se empieza y se termina casi en simultáneo. Ya viene crecida y no hay que esperarla.

Las prestaciones de su apariencia son mucho mayores de las que puede brindar un árbol nativo -como el jacarandá o el ceibo- a los que durante mucho tiempo hay que tolerarles que el tutor sea más grande que el tronco. Nadie quiere inaugurar una seguidilla de palos equidistantes a la espera de un futuro incierto, siempre lejano y ayuno de reconocimientos. Más metáforas de la política argentina son imposibles de reunir en ningún otro vegetal.

Más metáforas de la política argentina son imposibles de reunir en ningún otro vegetal.

La palmera bonaerense es más símbolo que cosa. Las aspiraciones de ascenso social han variado mucho en las últimas décadas, y la palmera logró subirse a un podio estético del que desplazó a casas con pileta, autos cero kilómetro y títulos universitarios. La postal ideal se completa con un caniche que sepa acompañar el éxito. Palmera + caniche es la fórmula estética del nuevo ascenso social. Los intendentes lo saben.

Plaza de los Inmigrantes Italianos, Virreyes, San Fernando.

Todo es parte de un equívoco. La primera mala noticia es que la palmera no es un árbol. Es una planta. La segunda mala noticia es que no es una planta nativa del conurbano.

¡Pobre la palmera tropical que ha sido extirpada de su destino en una playa paradisíaca de algún resort all inclusive, para recalar en el conurbano bonaerense como parte de un decorado aspiracional! La palmera adorna, pero no embellece. Siempre quedará fuera de lugar en un sitio que no le es propio y en el que además debe resistir heladas (tan típicas del trópico).

La palmera logró subirse a un podio estético del que desplazó a casas con pileta, autos cero kilómetro y títulos universitarios. Palmera + caniche es la fórmula estética del nuevo ascenso social.

En el Censo 2022 habría que incluir un ítem que midiera la cantidad de palmeras plantadas en los últimos veinte años en el conurbano. Las cifras servirían para hacer alguna sombra sobre los índices más tristes de la pobreza. Poca sombra. Porque es sabido que tapar el sol no es lo mejor que sabe hacer la palmera.

Paseo de las Palmeras, en Caseros.

Un símbolo de éxito en un escenario devastado es un resaltador del fracaso. Sin embargo, las palmeras funcionan, tan extranjeras y tan simbólicas, hasta cuando son artificiales. Así lucen –eternas y erguidas- las palmeras de plástico en el Patio de Comidas de los shoppings. En esa tierra prometida de la gastronomía chatarra brindan sus prestaciones simbólicas de ascenso social sin desentonar con el escenario de simulacro generalizado en el que también colaboran los cubiertos de plástico, los platos de telgopor y el morfi de lo que sea.

Lejos del calor tropical, la palmera conurbana hace lo que puede. Se sabe mirada como el trofeo de un triunfo que no llega. Y si llegara a fracasar como símbolo de ostentación, la palmera igual está lista para brindar el servicio de emergencia que aprendió en las islas desiertas: se asume como el último recurso del náufrago.

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