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Columnistas

¿Cuál es la incomodidad de la zona de confort?

Por Patricio Barton

Cuando se inventó el primer sillón –etapa superior en la cadena evolutiva de la silla- la idea de comodidad dio un salto cuántico. Todavía no eran tiempos para hablar de confort, pero muchos objetos comenzaron a alinearse y a dar forma a esa aspiración.

Pasaron años para que estar cómodo fuera un deseo amasado por los vendedores de todos los rubros. Se hizo mucho esfuerzo para dejar de esforzarse.

Aquí y allá proliferaron productos y servicios para la comodidad. Respaldos mullidos, apoyabrazos, escaleras mecánicas, controles remotos, valijas con rueditas, asientos reclinables, levantavidrios eléctricos, deliveries de lo que sea, y todo el universo de cosas automáticas que hacen el trabajo más duro son algunos de los ejemplares de una zona de confort que a esta altura está superpoblada.

Allí hay que moverse menos, las cosas están más a mano y no hay que hacer tanta fuerza para sostener la vida diaria. El confort invita más a la quietud que al movimiento y por eso los riesgos son menores.

Pasaron años para que estar cómodo fuera un deseo amasado por los vendedores de todos los rubros. Se hizo mucho esfuerzo para dejar de esforzarse.

Pero justo ahora que habíamos logrado estar cómodos dentro de esa zona de confort, los mismos vendedores que nos llenaron de pavadas, nos dicen que hay que abandonarla. ¡A los botes! ¡Y a remar!

Dicen que no correr riesgos hace mal y que por eso hay que resistirse a entrar en una zona de confort. Lo dicen desde adentro, claro.

Si la nueva aspiración va a ser la incomodidad, hay que reconocer que varias empresas proveedoras de servicios están haciendo su aporte. Por ejemplo, los asientos de los aviones, diseñados para cubrir sólo dos tercios del ancho del cuerpo de una persona promedio, son un testimonio de esta tendencia al anticonfort.

También aportan lo suyo los micros de larga distancia y su inefable servicio de semicama (es curioso que algo se ofrezca como semi y no como pleno), que consiste en sumar al asiento común una tabla de planchar para apoyar las pantorrillas en un ángulo de 45 grados. El objetivo de la incomodidad está cumplido, pero tiene un plus: la graduación antártica del aire acondicionado y la oferta de café gratis provisto por una máquina que, a juzgar por el sabor del cortado, debe estar conectada al radiador del micro.

Justo ahora que habíamos logrado estar cómodos dentro de esa zona de confort, los mismos vendedores que nos llenaron de pavadas nos dicen que hay que abandonarla.

Para huir de la zona de confort habrá que seguir el camino del faquir, que elige andar descalzo sobre las brasas y descansar en una cama de clavos. Todo sea por la autosuperación, la misma que pregonan los meritócratas desde sus reposeras.

La idea es lograr algún grado de incomodidad y hacer que la piedra en el zapato sea más una oportunidad que una molestia. Estar más incómodo que Milei en el picnic del Día de la Primavera del Partido Obrero es un estado deseable y promovido para evitar el estancamiento. Así las cosas, quizás no falte mucho para que en el transporte público las personas que están paradas ofrezcan su lugar a quienes ocupan un asiento.

Según parece, permanecer fuera de la zona de confort da lugar al desarrollo de nuevas habilidades. Pero nuevas habilidades ¿para qué? Es una pregunta clave que deberá responder cada uno en su intimidad. Aunque fue Luis Landriscina el que dio la primera respuesta en un cuento en el que un criollo dialoga con un gringo que tiene planes de progreso para él. El monólogo es imperdible y dura algo más de siete minutos muy confortables.