Por Patricio Barton
Hay una idea extendida de que agregar es mejor que sacar. Lo que sea. También los olores. Y sobre eso la industria de la cosmética viene trabajando antes de que pudiéramos olerla.
Sin embargo, los desodorantes que se anuncian con la promesa de desodorizar (de sacar un mal olor) suman un aroma al que ya estaba. Se trata de una rotación de olores: hacer que una cosa huela a otra.
No hay acuerdo acerca de cuántas moléculas olorantes (que dan olor) existen. Pero algunos estudios aseguran que un sujeto cualquiera puede oler hasta un billón de olores distintos, según la vara olfativa con que se lo mida. ¿Existe un billón de cosas con olor? Incomprobable.
Agregar un olor para enmascarar a otro no es una maniobra exclusiva de la cosmética. También un aroma puede alertar sobre un peligro. Cualquiera identifica el olor a gas de la hornalla. Sin embargo, ese gas no huele a nada. Pero como su inhalación puede ser letal le pusieron un olor importado. Así es como el olor a gas que todos conocemos es en realidad olor a mercaptano. Si no tuviera ese agregado no podríamos identificar un escape de gas. Allí donde olemos una cosa, hay otra.
Es sabido que los humanos civilizados no nos hacemos cargo de nuestras emanaciones aromáticas. Por eso los desodorantes corporales vienen con nombre de fantasía como los ambientales: “Stay fresh”, “Fútbol fanatics” y otros eufemismos olfativos compiten en las perfumerías.
En cambio, el resto de los mamíferos no usa desodorante. Los animales liberan feromonas –parecidas a las nuestras- pero las usan para orientar, para atraer, para decir algo; huelen y son olidos. Los humanos no toleraríamos ser delatados por nuestros olores. Al contrario, en un cortejo de seducción un perfume importado puede hacer mejor el trabajo que cualquier otra emanación más explícita. O sea, que cuando nos dicen “qué bien hueles”, en realidad nos están diciendo “qué rico perfume”; el mismo que tienen todos los que hayan comprado esa fragancia.
Cuando nos dicen “qué bien hueles”, en realidad nos están diciendo “qué rico perfume”.
La confusión no surge por el alcance del sentido del olfato, sino por la cantidad de aromas impostores que han sido bautizados con nombres de fantasía para ocultar su procedencia. Es probable que un mismo aroma tenga varios nombres. Al final la culpa la tiene el lenguaje, como siempre.
En el podio del ranking de esta tendencia están los desodorantes de ambiente. La denominación de sus fragancias podría competir cabeza a cabeza con los economistas en un mundial de metáforas. Hay para todos los gustos: “Aire polar”, “Latidos de la tierra”, “Flores de los Alpes” y “Silencio Andino” . Pero ¿a qué huelen? ¿Cuál es el olor de los latidos de la tierra? ¿Y del aire polar? ¿Y del silencio de Guillermo Andino? Como se ve -como se huele-, la interpretación es libre.
Quizás el colmo del “marketing sensorial” (sí, la diversificación del delito da para todo) sea el desodorante de ambiente de fragancia “Bebé”. ¿Quién puede desear que un ambiente huela a bebé? ¿Y qué sucede cuando se echa este desodorante en un cuarto de bebé? ¿Huele a dos bebés?
En tiempos de eufemismos como el del sinceramiento fiscal, las señales aromáticas también están distorsionadas. Si algún día la tendencia del sinceramiento llega al olfato y los olores regresan a las cosas que los emanan, todo volverá a oler con nombre y apellido. Ojalá que no sea en un lugar cerrado.