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Columnistas

Churros clandestinos y cuatriciclos con licencia

Por Patricio Barton

Descripto con malicia y desdén, un churro es engrudo frito. Antes de freírse, la masa cruda del churro está más cerca de ser un pegamento que un manjar de la panificación para degustar en la playa.

Del mismo modo, un cuatriciclo es un rodado compuesto por partes ensambladas que no llegan a constituir un vehículo. Parece un tractor sin terminar, dos motos siamesas unidas por un solo manubrio o un simple juguete peligroso.

Unos y otros –churros y cuatriciclos- se han subido este verano al podio de la atención pública. Los primeros por ser peligrosos para la salud. Los segundos, también.

Churros y cuatriciclos se han subido este verano al podio de la atención pública. Los primeros por ser peligrosos para la salud. Los segundos, también.

Cuando un peligro acecha, los municipios lo administran con licencias y permisos: la clásica organización binaria de permitido/prohibido, vos sí/vos no, acá sí/acá no y toda una gama de ordenadores de la conducta humana puesta a convivir hace lo suyo.

Cada uno debe asumir los riesgos que se le presentan en el escenario playero, ya sea para comerse un churro, para manejar un cuatriciclo o para hacer doblete y alcanzar el colmo del peligro comiéndose un churro mientras se maneja un cuatriciclo.

Hay un hilo de clandestinidad que une a todo aquello que requiere algún tipo de licencia. Después de todo, las vacaciones son un “permitido” para todas las sombras y los desbordes que no tienen espacio durante el año curricular.

Quizás sea por eso que hay tanto vigilante en la playa. No se trata de vigilantes que conviven con los churros y las demás facturas de la panadería sino de vigilantes que corren a los vendedores de churros para pedirles la factura. No es lo mismo.

Las vacaciones son un “permitido” para todas las sombras y los desbordes que no tienen espacio durante el año curricular.

La confusión, que es algo de todos los días en los lugares de residencia de los turistas, se multiplica cuando se la mezcla con la arena de la hiperconvivencia playera. Si nos cuesta tanto durante el año, imaginate en vacaciones.

El vendedor de churros anda más lento que un cuatriciclo. Será por eso que la policía corre más a uno que a otro.

Después de todo, el churro es una factura bastarda que insólitamente adquiere un rango de notoriedad en pleno verano bajo los rayos del sol, con mate caliente y con el azúcar puesto a competir con la arena. En cambio, fuera de temporada, el churro regresa a la marginalidad de los exhibidores de las panaderías donde reinan otras facturas. Allí mandan las delicias que los primeros panaderos anarquistas supieron bautizar a fines del siglo XIX con nombres que burlaban a las instituciones del poder: vigilantes por la policía, cañoncitos por el ejército y sacramentos y bolas de fraile por la iglesia.

Para seguir con la tradición ya es hora de que aparezca una factura llamada cuatriciclo, o alguna delicia rellena denominada ordenanza o intendente. Podrían compartirse en la playa, incluso los días ventosos, cuando sopla del sudeste o cuando las sombrillas se vuelan por una ráfaga del helicóptero del ministro vigilante.

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