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Columnistas

Guía práctica para ir sin culpa a la carnicería

La acción transcurre lejos de la escena del crimen. Una persona señala con el dedo un pedazo de carne:

–Ese no, el otro –indica y hace uso de su capacidad de elección.

–¿Éste? –pregunta su partenaire mientras señala con la cuchilla profesional.

–No, aquel. El que tiene menos grasa.

El trozo elegido es la parte de un todo que está descuartizado y desparramado por el local. Es normal; el todo es el cuerpo de una vaca cualquiera, anónima como todas. Pero sus partes tienen nombre: matambre, cuadril, asado, bola de lomo… Las partes exhibidas ya no podrían volver a configurar un cuerpo. Las piezas que irán a la parrilla no son todas de la misma vaca. ¡Qué importa! Adentro tienen más o menos lo mismo.

La escena se repite aquí y allá a lo largo y a lo ancho del país. Y cada tanto es musicalizada con una suave queja por el aumento de precios (que durante noviembre alcanzó un nuevo récord de 17% para el asado). Los precios congelados se descongelan más rápido que un churrasco fuera del freezer. Pero la queja queda fuera del local. En las carnicerías todos saben comportarse y conocen el papel que les toca en este ritual argento. Cada uno lo asume con naturalidad.

Los precios congelados se descongelan más rápido que un churrasco fuera del freezer.

Así como en los contratos de alquiler existen las figuras de Locador y Locatario –sin que nunca quede claro quién es quién–, del mismo modo hay que establecer un lenguaje legal para hablar de la relación entre el Carnicero y su cliente (de aquí en más denominado “Carniciente”). Hay en ese vínculo un contrato moral que no está escrito, pero que se ejecuta a diario como una doxa carnívora y civil que establece un código de comportamiento que se cumple a rajatabla.

El Carnicero es la voz autorizada a la que el Carniciente le brinda su lealtad (ser cliente de más de una carnicería es una falta inadmisible que deja al traidor a la altura moral de la carnaza común). No está escrito en ninguna parte y hasta podría hablarse de un “vacío legal” (¡ojo! que no es un corte de carne sujeto a derecho), pero la relación Carnicero/Carniciente está marcada por códigos que nadie discute.

Basta con detenerse un rato en cualquier carnicería para observar cómo funciona esta institución. Parlamentos que serían cancelados en cualquier otro foro, se pronuncian aquí con total normalidad: ¿Cómo está la nalga? o ¿Cuánto vale la colita?  son frases que resuenan sin generar el escándalo que se espera, por ejemplo, de la marquesina de un teatro en Villa Carlos Paz.

“¿Cómo está la nalga?” o “¿Cuánto vale la colita?” son frases que resuenan sin generar el escándalo que se espera de la marquesina de un teatro en Villa Carlos Paz.

¡Pobre la vaca argentina! Que tuvo la desdicha de nacer en este suelo –fértil para nada– y no en cualquier otra parte en la que su carne es menos requerida. Las vacas argentinas tendrían que estar haciendo cola en el Consulado de la India para pedir asilo en ese país que las considera sagradas. Pero les ha tocado esta parte del mundo. Aquí su máxima aspiración es envejecer sin ser asado, para ser vendida como vaca vieja a países con bajas exigencias vacunas, como la China.

Si no es por algún que otro asalto de veganos, nadie señala a la carnicería como un escenario destacado de la crueldad. Lejos de eso, hasta hay carniceros que exhiben un plano del cuerpo de la vaca con la ubicación de cada corte. Como si se tratara de un mapa de Argentina con división política: al norte el lomo, al sur la falda, al este la paleta, y al oeste la cuadrada. Así tendrían que llamarse las provincias.

De todos modos, no deja de ser extraño que una carnicería pueda promocionarse con la figura de una vaca en pie. Como las pescaderías que se llaman Tiburón o Pulpito y tienen en la puerta un cartel con el dibujo de un pez sonriente que –contra todo pronóstico darwiniano– invita a ser comido.

No hay nada que haga interferencia en la relación Carnicero/Carniciente. Quizás sea el único vínculo social que ha permanecido inmune a grietas y señalamientos. Los dos se juegan un orgullo personal como si tuvieran algún mérito sobre las virtudes cárnicas de la vaca que los une.

–Voy a hacer un asado para unos gringos. Haceme quedar bien –dice el Carniciente antes de que el Carnicero sonría y cumpla con su deber patriótico.