Por Patricio Barton
Hay una conexión fantasmal entre el sistema de la medicina privada y la literatura. Contar un síntoma es más apasionante que tenerlo. Y sobre ese germen literario las prepagas –que este mes volvieron a aumentar sus cuotas un 9%- dieron a luz a un nuevo género literario: el diagnóstico narrativo.
Funciona así: los médicos contratados se pasan todo el día atendiendo a gente sana. Ya no curan. Mandan a hacer estudios a personas que cuentan una enfermedad. Así es como el médico y el paciente establecen una relación narrativa: el relato del síntoma se completa con el relato del diagnóstico. Casi un taller literario.
¿Y dónde está el enfermo? Pidiendo turno, a la espera de ser atendido. Los turnos para la consulta tienen plazos tan largos que los pacientes se curan en el tránsito de la espera, y cuando llegan al consultorio ya están sanos.
En el medio cunde la narración del diagnóstico, que es un proceso larguísimo (muchas veces kafkiano) en el que la enfermedad es una aspiración de la que sólo está permitido hablar. Pero no es conveniente abusar del relato.
Lo peor que puede hacer un paciente es ir al médico con un diagnóstico propio: “Tengo una hernia”, dirá el presunto enfermo. ¡Nada de eso! La narrativa del diagnóstico es una exclusividad de los profesionales de la medicina privada. Para la cual los médicos cuentan con muchos recursos literarios y con todas las prestaciones de la pujante industria de los estudios clínicos.
El festival de la orden médica tiene cientos de atracciones: ecografías, tomografías, densitometrías, electrocardiogramas, estudios con contraste, sin contraste… hay de todo. El paciente –así lo llaman- sabe que deberá transitar su enfermedad diagnosticándola.
Que las prepagas se llamen así es una confesión justiciera, quizás heredada del rubro gastronómico que ha sabido naturalizar la frase “Te voy cobrando” cuando un mozo termina su turno. El prepago es un gesto desconfiado, pero aceptado y financieramente cauto.
Que las prepagas se llamen así es una confesión justiciera, quizás heredada del rubro gastronómico que ha sabido naturalizar la frase “Te voy cobrando” cuando un mozo termina su turno.
El sistema avanza hacia una medicina que diagnostica mucho más de lo que cura. Es sabido que la gente sana siempre quiere saber lo que tiene, lo que le pasa, lo que le duele. Y las empresas de salud saben responder con la prosa de los estudios: “se observan algunas manchas inespecíficas en órganos conservados, y luego de inyección del contraste por vía endovenosa no se produjo tinción alguna de estructuras patológicas”, reza una pieza literaria sometida al poder de una resonancia magnética.
Frente a tal situación, los observadores de la mitad llena de los vasos auguran una nueva alternativa laboral: la del gestor de paciente clínico. Los aspirantes se harán pasar por pacientes, contarán los síntomas, recibirán las órdenes para los estudios y harán los trámites para autorizarlos en la prepaga. Una atractiva salida laboral para hipocondríacos desocupados que saben sostener la narrativa médica. Mientras tanto, el enfermo podrá estar tranquilo en su casa ejerciendo la enfermedad como Dios manda.
Los observadores de la mitad llena de los vasos auguran una nueva alternativa laboral: la del gestor de paciente clínico.
Y finalmente. cuando llegue el día señalado y la fecha coincida con el ansiado turno, el paciente real acudirá a la consulta, no ya para curarse sino para escuchar su diagnóstico y tener un tema de conversación a la hora de hablar de enfermedades.
Ese será el momento en el que el médico mirará detenidamente el informe de los estudios y, con un gesto agudo, se hará un lugar en la historia de la medicina (y quizás también, de la literatura) para confirmar, con su veredicto, la intuición prohibida del paciente. Dirá: “Es una hernia”.