Por Patricio Barton
La confusión acecha en las farmacias. Las golosinas empujaron a los medicamentos hasta el fondo del salón. Y así se han invertido los roles: los remedios se venden como si fueran golosinas, y éstas como si fueran remedios.
Antiácidos masticables, jarabes saborizados, y la consagración del packaging medicamentoso presentado con colores vibrantes y atractivos, acercan a los remedios al trono de los dulces. ¡Pedilo a tu laboratorio amigo!
El kiosco, cumple su contraparte: ha perdido el guiño cómplice de abastecimiento ocasional de medicamentos sueltos que supo ejercer durante años (ni las drogas legales le dejan vender). Y en su reemplazo asumió un tic farmaceútico y altamente tóxico: el de la golosina sana.
Por esa pasarela gris desfilan el chocolate deslactosado y deschocolatado, el alfajor de arroz, la barrita de cereal y otros productos aglomerados que hunden al kiosco en el fango de lo saludable.
Por esa pasarela gris desfilan el chocolate deslactosado y deschocolatado, el alfajor de arroz, la barrita de cereal y otros productos aglomerados que hunden al kiosco en el fango de lo saludable.
Pero cuando la Ley de Etiquetado Frontal sea aprobada en el Parlamento (algo que podría suceder en los próximos días), las golosinas que venden salud tendrán que sincerarse y vulnerar el color verdecito manzana de sus envoltorios con la impresión justiciera de los octógonos negros. Hasta entonces, el resto de las golosinas (todas excedidas de azúcar, que para eso son golosinas) debe permanecer en el lado oscuro de la industria alimentaria. Allí donde resisten las Mielcita, aquel elixir que no usa argumentos médicos para vender algo que quizás sea menos saludable que chupar el sachet plástico que lo contiene.
La infancia ha perdido así a una de sus más nobles instituciones. El kiosco ha sido para muchos el primer umbral de acceso a lo prohibido. La puerta a los pequeños goces que hacen mal. Bien valía arriesgar dos piezas dentarias en homenaje a los chicles globo. Pero el niño contemporáneo se enfrenta a la pantomima de la corrección alimentaria de sus padres que miran de reojo a las golosinas cada vez que van a la farmacia a comprar ansiolíticos y analgésicos. Unas hacen mal, los otros hacen bien. Tache lo que no corresponda.
El niño contemporáneo se enfrenta a la pantomima de la corrección alimentaria de sus padres que miran de reojo a las golosinas cada vez que van a la farmacia a comprar ansiolíticos y analgésicos".
Se advierte allí el peligro de la automedicación, que es compensada con la autogolosinación (el hábito de paliar angustias con golosinas). Ante cualquier síntoma adverso el paciente se clava una barra de chocolate, dos alfajores, un bocadito, un puñado de caramelos y hasta quizás corone la regresión infantil con un chupetín (¡ay, el adulto con chupetín! ¡qué dolor hipster!).
Ya nadie se cura en las farmacias, ni se enferma en los kioscos.
Mientras tanto los chicos crecen confundidos. Les dan golosinas como premios en reconocimiento a su buena conducta. Pero después les dicen que comer golosinas hace mal. Forjados en esa confusión de ideas –y por pura prepotencia de la lógica- concluyen que los premios hacen mal y se arrojan al sinsabor del “da lo mismo”. Sólo les queda esperar a que el crecimiento haga lo suyo, y cuando la adultez se instale en sus cuerpos, recién ahí podrán ir a la farmacia a darse todos los gustos.