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Columnistas

A 10 años de la “primavera árabe”, la revolución tunecina aún no encuentra su camino

Por Sergio Galiana

El 25 de julio pasado, en coincidencia con los festejos por un nuevo aniversario de la proclamación de la República, miles de jóvenes tunecinos salieron a las calles de las principales ciudades del país más pequeño del norte de África para exigir la renuncia del primer ministro Hichem Mechichi y su gabinete dominado por el partido islámico Ennahda, considerados los principales responsables de la crisis económica y sanitaria.

La respuesta del presidente Kais Saied, un especialista en derecho islámico sin un partido propio, no se hizo esperar: destituyó a Mechichi, suspendió el parlamento por 30 días y asumió el poder ejecutivo en forma provisoria, añadiendo un capítulo más a la inestable historia reciente del país.

En efecto, a comienzos de 2011 el entonces presidente Ben Alí -en el poder hacía 24 años- se vio obligado a huir del país y refugiarse en Arabia Saudita, en el marco de las manifestaciones populares más numerosas desde la lucha contra la dominación francesa, que finalizó en 1956.

El triunfo de la revolución tunecina inspiró movimientos de protestas en varios países de la región que fueron calificadas genéricamente por la prensa occidental como la “primavera árabe”, aunque los derroteros de estas experiencias fueron muy disímiles: desde la caída del régimen y posterior restauración conservadora en Egipto a las guerras civiles en Libia y Siria con una fuerte injerencia de milicias y mercenarios extranjeros el balance es más bien desalentador.

De todas maneras, en el caso de Túnez sí hubo cambio de régimen con la salida de Alí y una apertura democrática sin precedentes en más de 50 años; sin una fuerza hegemónica capaz de dirigir la transición se desarrollaron tensas negociaciones entre grupos seculares e islamistas por la redacción de una nueva constitución, que finalmente fue sancionada en 2014.

De acuerdo con esta carta magna, el Islam es la religión oficial del país, aunque el estado garantiza la libertad de cultos; para evitar la concentración de poderes propia del régimen anterior, establece un sistema semipresidencialista con poderes divididos ente el Presidente y el Primer Ministro, y es la primera constitución en el norte de África que se propone como objetivo la paridad de género en los cargos electivos.

El Islam es la religión oficial del país, que tiene un sistema semipresidencialista. La de Túnez es la primera constitución en el norte de África que se propone como objetivo la paridad de género en los cargos electivos.

Este compromiso sentó las bases de la institucionalización de la revolución, aunque la moderación del partido Ennahda -con fuertes vínculos con los Hermanos Musulmanes egipcios y el partido Justicia y Desarrollo del presidente turco Recep Erdogan- fue cuestionada por islamistas radicalizados que lanzaron una serie de ataques contra objetivos turísticos -una de las principales actividades económicas del país- entre 2015 y 2016.

La fragmentación del sistema político alentó la formación de frágiles coaliciones más preocupadas por su supervivencia en el parlamento que por responder a las demandas de una población con altos niveles de movilización.

En este contexto, el triunfo de Saied en las elecciones presidenciales de octubre de 2019 fue un llamado de atención a la clase política con la expectativa de recuperar los principios de la revolución de 2011: “libertad, dignidad y trabajo”.

El estallido de la pandemia no hizo sino agravar los problemas del país: la situación económica -afectada por el cierre del turismo- empeoró con una caída del PBI de 8,8% en el 2020, mientras que el desempleo -que alcanzó el 17,8% en términos generales- afectó especialmente a la población más joven, donde supera el 40%.

En el terreno sanitario, la situación se agravó en los últimos meses: en julio los casos detectados de COVID se multiplicaron por 5 respecto del mes anterior (con más de 7.000 casos sobre una población de poco más de 11 millones de habitantes) y los fallecimientos superan los 150 por día desde mediados de ese mes.

El colapso del sistema de salud fue el centro de las críticas contra el primer ministro Mechichi, que forzó un cambio de gabinete pero no alcanzó a generar confianza en la población: el día 25 de julio, una fecha simbólica para los tunecinos, el presidente Saied aprovechó las movilizaciones populares para decretar el estado de emergencia.

El 25 de julio, una fecha simbólica para los tunecinos, el presidente Saied aprovechó las movilizaciones populares para decretar el estado de emergencia.

Si bien la medida -calificada como un golpe de estado por el primer ministro y algunos partidos de la oposición- fue tomada con cautela en las principales capitales occidentales, los gobiernos europeos parecen más ansiosos por buscar una solución que traiga rápida estabilidad en el país que en analizar la legalidad de la medida.

Sin la necesidad de buscar compromisos en el parlamento y con los principales resortes del poder estatal en sus manos, el presidente Saied se colocó en el centro de la escena política.

En su reivindicación del legado de la revolución de 2010 puede leerse la búsqueda de una salida al impasse de más de una década, aunque el hostigamiento a la prensa independiente y a dirigentes políticos por parte de las fuerzas de seguridad en los días posteriores a la declaración del estado de emergencia abren interrogantes sobre la deriva del nuevo gobierno.

De lo que no cabe duda, es de la centralidad de las movilizaciones de los jóvenes para marcar el pulso político de una revolución que aún muestra signos de vitalidad.

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