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Columnistas

Los "mascoteritos" y la teoría de Osvaldo Bayer sobre los perros de raza

Por Diego Rojas

Callejeritos. No, no se trata del nombre de una banda de rock barrial hecha por niños, sino como se conoce -ya verán- en ciertos sectores a los perros callejeros. Callejeritos. Es un lindo nombre. Trasluce el cariño de quien lo usa.

Mi primer perro -es decir, mío mío, no perro familiar- llegó de manera irresponsable a mis manos como un regalo de una amiga cuando tenía 17 años. Era un perro hermoso, cruza de quién sabe qué con un ovejero, pero más petiso y con orejas grandes. Si digo que era una irresponsabilidad es porque se trataba de regalarle una especie de hijo a un adolescente sin haberle consultado siquiera si quería un perro. “Fui a MAPA”, me dijo mi amiga sobre una institución donde se puede o podía ir a buscar perritos abandonados o sin hogar por distintas razones. Siguió: “Lo elegí porque cuando entré estaban dos de sus hermanos tironeándole cada uno de cada oreja, pobrecito”. Era un perrito negro. Se llamó Wenceslao.

Hay una película llamada Marley y yo que, por sus protagonistas y el afiche, se sospecha como comedia de un tipo y su perro. Y lo es, pero también mucho más. Está protagonizada por Owen Wilson y Jennifer Aniston y muestra cómo la vida de un periodista se transforma al adoptar a un golden retriever, un labrador, que los vuelve locos porque en su crecimiento rompe todo. La pareja tiene hijos, que se incorporan como hermanos a Marley, así llamado el perro. El tiempo pasa. Los perros, esos seres que se convierten en amigos cercanos, que reconocen el dolor o la felicidad de sus dueños (¿cómo decirles? ¿Amos? Horrible. ¿Padres? Un exceso) pero -está demostrado- no piensan y mueren muy jóvenes, según el tiempo humano de la existencia. Cuando vi la película -búsquenla, la vez que la vi la daban por Fox, hoy Star, y suele repetirse en el cable y de seguro está en alguna plataforma audiovisual- terminé llorando como no lloraba hacía mucho. Es que había tenido a un perro, Wences, que también murió, y yo recuerdo ese momento de ponerlo a dormir en la veterinaria como de los más tristes de mi vida.

Cuando vi Marley y yo terminé llorando como no lloraba hacía mucho. Es que había tenido a un perro, Wences, que también murió, y yo recuerdo ese momento de ponerlo a dormir en la veterinaria como de los más tristes de mi vida.

Osvaldo Bayer, a quien frecuentaba en su casa en Belgrano, cerca de las vías -su puerta tenía un cartel que rezaba “El tugurio” y siempre caía con un Campari para tomar con soda, que le encantaba-, había escrito alguna vez acerca de los perros y las razas. Consideraba que quienes tenían perros de raza reproducían, al nivel de las mascotas, un rictus eugenésico, con tanto perro abandonado, mestizo y listo para ser adoptado cuando cualquier persona quisiera un poquito de dar amor y de recibir amor animal.

Yo después de la muerte de mi perro Wences -el último año lo había llevado a una casa que alquilé en la isla del Tigre, un mes en el que era toda naturaleza y que por las noches me acompañaba cruzando muelles hasta el bar- había decidido no tener jamás, nunca jamás, una mascota, porque sabía que morirían (uno siempre piensa en uno vivo mientras el resto muere) y que eso podía ser puro dolor. 

En los viajes que realicé por el país para cubrir acontecimientos políticos, que luego se convirtieron en el libro El kirchnerismo feudal (que publicó editorial Planeta), descubrí que existe un segmento demente, en el buen sentido, de la población, que se hacen llamar a sí mismos “mascoteritos”. Son personas, familias, que adoptan perros de la calle y que llenan sus patios y jardines con esa existencia canina. Adoptan, claro, a los “callejeritos”. Lugares como Salta o Santiago del Estero, donde conocí el fenómeno, permiten que los sectores populares puedan, quizás, tener un fondo y criar así a esos animales y adentrarlos en sus sentimientos. En Salta, antes de que la dirección del Partido Obrero expulsara a 1.200 militantes y cambiara el rumbo socialista histórico de la organización, tenía en su programa un planteo sobre mascoteritos y callejeritos. Así como suena. 

Después de la muerte de mi perro Wences había decidido no tener nunca jamás una mascota, porque sabía que morirían y que eso podía ser puro dolor. 

Gabriela Jorge, una dirigente del PO expulsada junto a su fundador Jorge Altamira y sus máximos dirigentes y que hoy se postula a la concejalía de la capital salteña por el partido Política Obrera, cuenta a Diario Con Vos ese curioso proceso (digo “curioso” visto desde el centroportéñico, claro). “En 2013, el PO obtuvo la primera minoría en el Concejo de la capital de Salta -recuerda-. Eso nos planteó posicionarnos sobre todas las problemáticas del pueblo salteño. Existía en la provincia un fuerte movimiento de organizaciones independientes del Estado que reclamaba por la cuestión de los animales domésticos y callejeros. En ese momento propusimos la creación de un centro de atención veterinaria que no sólo estableciera una política poblacional o de vacunación, sino de acceso a una atención asumida por el Estado de una manera pública y gratuita. Las movilizaciones que se realizaron por el proyecto hicieron que el gobierno lo tome de una manera deformada. Primero quisieron cooptar a las organizaciones con fondos para que ellas se hagan cargo de la tarea. Con la llegada de Gustavo Sáenz a la intendencia se creó un Hospital de Mascotas, pero con personal completamente precarizado y sin recursos, y que luego fue totalmente vaciado de todo el fin por el que se había reclamado. El régimen ni siquiera puede hacerse cargo de esta tarea, mientras en las barriadas crecía la población de mascotas en cada hogar. Bueno, nosotros en Política Obrera, luego de las expulsiones, seguimos planteando los reclamos que son sentidos por un sector de la población salteña”.

Tiempo después, me empecé a reconciliar con la idea de querer a un animalito. Mi amiga Juana Neuman -que dirige “Punc”, una librería de cómics en Villa Crespo, a una cuadra de la calle Warnes, rodeada de mecánicos y fierreros y que es una gran artista del dibujo, además- había adoptado a un salchicha al que llamó Linus. Una chica muy viajada, cada vez que partía me dejaba a Linus en casa y con Linus desarrollamos una linda relación. Quizás porque Linus había nacido en una villa a la que Juana fue a buscarlo y por mi compenetración con los intereses históricos del proletariado, con Linus nos quisimos mucho. Pero cuando Juana volvía de sus viajes, Linus se iba de casa entonces.

Leonor Lenin Rojas, alias “Leni”, la perra del autor.

Tiempo después, hace tres años, mi amiga Gabriela Esquivada -una persona genial, inteligente, linda, divertida y todo- me dijo que me quería regalar un perrito salchicha. Fuimos, la compramos porque estamos en un sistema en el que la mercancía puede ser un cachorrito de orejotas largas y que no deja de lamer a quien la levanta, y entonces me convertí en el papá de Leni. Mi perra salchicha. Alargada, de orejas y hocico largo, petisa y fotogénica, la muy guacha. En realidad, se llama Leonor Lenin Rojas, alias “Leni”. Yo la quiero con todo mi ser. 

Quizás Osvaldo Bayer me repudiaría por elegir esta perrita de raza, lograda a base de combinaciones para que se unieran un instinto cazador con una condición física alargada para que se pudieran meter en las madrigueras de los topos y cazarlos.

Quizás Osvaldo Bayer me repudiaría por elegir esta perrita de raza, tanto así que es una raza lograda a base de combinaciones para que se unieran un instinto cazador con una condición física alargada para que se pudieran meter en las madrigueras de los topos y cazarlos. A favor de Leni, debo decir que sólo le gusta espantar palomas en la plaza y que si se llega a encontrar con un ratoncito seguro que le da un infarto.

Para Bayer quizás esté reproduciendo un comportamiento nazi. Pero mírenla: alargada, petisa, hocicuda, orejuda: no es el estereotipo del ideal ario, para nada, sino un personaje de historieta. Es una perrita a la que quiero tanto, tanto. Y cuando me llegue a cansar por sus constantes desobediencias, la tiraré a la calle. Que los trotskistas de Política Obrera y los mascoteritos se hagan cargo de ella entonces. Es mi rigurosa decisión.