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Columnistas

Sudáfrica: ¿el fin de una transición?

Por: Sergio Galiana

En las primeras semanas de julio, Sudáfrica se vio sacudida por una serie de acontecimientos que ponen en tela de juicio los modos en los que se venía desarrollando el proceso de transformaciones políticas, económicas y sociales iniciadas con las primeras elecciones democráticas en la historia del país en abril de 1994.

El hecho puntual a partir del cual se sucedió una espiral de violencia fue el encarcelamiento del expresidente Jacob Zuma el 8 de julio, luego de que la justicia lo sancionara con una pena de 15 meses de prisión por desacato ante su negativa a declarar ante una comisión que investiga un complejo sistema de corrupción durante su mandato.

Como señalamos en una nota anterior, esta condena no es por las causas de corrupción -cuya investigación sigue en curso- sino por negarse a comparecer ante los tribunales sudafricanos.

La principal estrategia de defensa de Zuma -acusado formalmente de participar de un sistema de ‘captura del estado’ junto a un grupo de empresarios de origen indio conocido como la Familia Gupta- fue acusar a sus rivales dentro del ANC (el partido en el poder desde 1994 y por el cual fue presidente entre 2009 y 2018) y a los ‘capitalistas blancos’ de organizar una conspiración en su contra.

Zuma es un líder muy popular en la provincia de KwaZulu-Natal, la segunda más poblada del país, y tras su detención se sucedieron manifestaciones en esa provincia y en Gauteng (donde se encuentran las ciudades de Johannesburgo, Pretoria y Soweto), que fueron adquiriendo un cariz cada vez más violento y fueron acompañadas por saqueos en numerosas ciudades y localidades de ambas provincias.

El presidente Cyril Ramaphosa ordenó el despliegue de unos 20.000 efectivos del ejército para acompañar las tareas de la policía, aunque no decretó el estado de sitio ni la suspensión de las garantías constitucionales, y logró restablecer cierta calma para el día 15 con un saldo de al menos 117 muertos (muchos de ellos en estampidas durante los saqueos) y pérdidas millonarias.

Ahora bien, ¿cómo se explica este súbito estallido de violencia? Porque queda claro que, más allá de la popularidad del expresidente detenido y su retórica ‘anti establishment’ , hay cuestiones estructurales que debemos analizar.

Un poco de historia

En primer lugar, es necesario recordar que Sudáfrica fue un territorio creado por Gran Bretaña en 1910 con el objetivo central de asegurarse la explotación de los principales yacimientos mineros ubicados en el nordeste del país (ya en ese entonces era el principal productor de oro y diamantes del mundo).

Para gobernar este extenso territorio (aproximadamente la mitad de la superficie continental argentina), el gobierno británico le otorgó a la Unión Sudafricana el estatuto de dominion, una fórmula política que consistía en la pertenencia al Imperio Británico pero con un gobierno responsable ante el parlamento local. 

Para garantizar el control de los recursos (los yacimientos mineros, pero también las tierras productivas) el gobierno dividió legalmente a la población en cuatro grupos –‘blancos’, ‘mestizos’, ‘indios’ y ‘nativos’- entre los cuales los ‘blancos’ (que no superaban el 15% del total de la población) concentraban no sólo los derechos políticos sino también el acceso al 85% de las tierras del país.

El objetivo de esta política era crear una reserva de mano de obra disponible, con limitadas posibilidades de autoabastecerse en ‘sus’ tierras -denominadas reservas y necesitadas de vender su fuerza de trabajo en las minas o las granjas propiedad de los blancos.

Este esquema diseñado en la segunda década del siglo XX se fue perfeccionando con el correr del tiempo, siempre con el objetivo de garantizar la reproducción de la población definida como ‘blanca’ como grupo privilegiado. El régimen del apartheid impulsado por el Partido Nacional desde 1948 fue construyendo un complejo andamiaje institucional de represión y segregación que profundizó las tendencias originales hasta su abolición en 1990 en el marco de las negociaciones con los principales grupos de oposición liderados por el Congreso Nacional Africano (ANC).

La transición democrática

La abolición del régimen de apartheid fue el resultado de las negociaciones entre dos partes (el gobierno sudafricano y el ANC) que habían llegado a la conclusión de que no podían derrotar a su enemigo.

En un contexto internacional marcado por el fin de la Guerra Fría y el triunfo del capitalismo neoliberal, las bases de la Nueva Sudáfrica se concentraron en un sólido andamiaje institucional que garantizaba la igualdad de todos sus ciudadanos ante la ley pero que mantenía las bases materiales de la vieja Sudáfrica, con la expectativa de que las políticas públicas vayan corrigiendo -a través de inversiones y programas específicos- las desigualdades heredadas.

El balance de estos 25 años de vida democrática no puede ser más ambiguo: la constitución sancionada en 1996 durante la presidencia de Nelson Mandela es una de las más progresistas del mundo, pero su plena vigencia no logró transformar a la sociedad sudafricana en una sociedad más igualitaria: según el Índice de Desarrollo Humano elaborado por las Naciones Unidas para el año 2020, el 10% más rico de la población dispone de más de la mitad de los ingresos del país, mientras que el 40% más pobre sólo representa poco más del 7% de los ingresos nacionales.  

Con una economía caracterizada por un alto nivel de informalidad, los efectos de la pandemia son especialmente duros para los sectores más empobrecidos -el 60% de la población se encontraba en el 2020 bajo la línea de pobreza-, y particularmente los jóvenes: según cifras oficiales, el desempleo afecta al 63% de la población menor de 24 años. No resulta sorprendente, entonces, que hayan sido esos jóvenes los protagonistas de los saqueos de esa semana.

El camino de la mejora de las condiciones de vida de las mayorías mediante mecanismos de mercado y políticas focalizadas -propio de la transición sudafricana- hace tiempo que viene mostrando sus fracasos y es tiempo de que la dirigencia política intente nuevas estrategias.

Que el estallido social no tenga hoy un correlato político es un mérito de la dirigencia actual del ANC, pero es también su mayor desafío frente a las próximas elecciones locales de octubre de este año.

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