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Columnistas

I want to believe

Por Diego Rojas

Cuando era un joven lleno de sueños y cursaba el CBC en Ciudad Universitaria, unas clases en la facultad de Arquitectura y otras en la de Ciencias Exactas (oh, tiempos), una chica comenzó a contar algo que le había sucedido a su tía no hacía mucho tiempo, cuando terminaban el verano y las vacaciones.

La tía había viajado a conocer Chile y sobre todo su capital Santiago. Después de comer en un bodegón cercano al puerto algunos mariscos de esos increíbles que tiene el país trasandino, decidió caminar un ratito por los muelles, la costanera que daba al pacífico. En su caminar, la tía se encontró con la imagen tierna de un perrito medio escondido detrás de un poste de luz, peludo como un Yorkshire de esos que coleccionaba Susana Giménez: el perrito estaba solo, quieto y –se notaba– triste. La tía aguardó un rato junto al animalito para ver si aparecía su dueño, verificó que, efectivamente, no tenía collar ni ninguna seña para contactarse con sus dueños en caso de que se perdiera y concluyó que un ser cruel lo había abandonado.

Como era pequeño y dócil, lo metió en su cartera y lo llevó a la habitación de su hotel. Al sacarlo de la cartera, ya en el dormitorio, lo puso en el piso y vio cómo se acomodaba en una alfombra y se ponía a dormir. Era una viva imagen de la ternura. Mujer sola, viuda, ya mayor, una abuela simpática, decidió que lo llevaría en la cartera a Buenos Aires. Al día siguiente le compró una correa, lo sacó a pasear para que hiciera sus necesidades, la bautizó Amanda y la puso en la cartera nuevamente rumbo al aeropuerto en un taxi desde el hotel. A las abuelas simpáticas se les deja pasar en la aduana sin mayores problemas, así que luego de haber viajado dos horas en el avión, una más hasta llegar a Caballito en otro taxi ya argentino, en su casa sacó a Amanda de la cartera para que retozara al sol en el patio. Era temprano. Esa misma tarde la llevó al veterinario para vacunarla y esas cosas que se suele hacer con las mascotas. Ah, y para comprarle una chapita que dijera Amanda por si se llegaba a perder.

El veterinario era un hombre joven, de anteojos. Vestía delantal como un buen doctor. Cuando la tía depositó a Amanda en la camilla metálica, el doctor le dijo:

–Por favor, quédese aquí con ella, que no se mueva, yo ya vengo.

Fueron segundos. El veterinario entró en una habitación y la tía se dio vuelta al escuchar sus pasos correr. Tenía en las manos un machete y levantó los brazos para luego decapitar de un solo golpe a la nueva mascota. La tía casi se muere, lo empezó a increpar: “¡Hijo de puta! ¿Qué hiciste, hijo de puta? ¡Me la mataste!”. 

El veterinario cerró los ojos, suspiró y le dijo a la tía:

–Por favor, escúcheme. Esto no es un perro. Es una peligrosa rata africana. Carnívora. La podría haber mordido, arrancado su propia carne y transmitido quién sabe qué enfermedades. No pude hacer otra cosa. Lo siento mucho.

El grupo que se había formado alrededor de la muchacha estaba mudo cuando terminó su relato. Yo entre ellos. Alguien le dijo: “¡Uf, de la que se salvó tu tía!” y la chica asintió. Enseguida ingresó al aula el docente y todos fueron hacia sus bancos.

¿Escucharon ustedes estos mitos urbanos, los hay de a miles? Unos son más peligrosos que otros. La política siempre tiene estos relatos.

La historia era perturbadora. La conté a un par de amigos, que seguramente la contaron a otros. Una rata africana carnívora confundida con un Yorkshire. Era una gran y terrible anécdota.

Ese mismo año, en alguna reunión social en un bar, uno de los asistentes tomó la palabra y contó lo que le había sucedido a la hermana de su suegra, es decir, de la novia de entonces. Había ido de vacaciones a Chile…

Bien. La hermana de su suegra no era la tía de la chica del CBC, era seguro. Estaba ante la expansión de un mito urbano que no sé hasta dónde llegó. Todos hemos escuchado historias que le pasaron a tal persona a dos grados de distancia de sí, porque para que tenga efecto la construcción del mito, el narrador no debe usar la primera persona. Los mitos urbanos, ese folklore narrativo popular. Y tétrico.

No me atosiguéis y déjenme ser un poco posmoderno. O al menos citar a los posmos para justificar una columna de opinión. Hayden White señalaba que toda historiografía es un relato, opinión que los izquierdistas que tienen como ídolo a Galeano refrendarían con eso de que: “Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia”. (Digresión: ¡se ha formado una pareja!). El giro lingüístico de los ochenta señalaba que nada es verdad, que todo es discurso. Lo cual sería interesante de no ser que si no hay verdad y todo es discurso, tal afirmación implicaría sobre sí misma que es un discurso y no una verdad. Y así.

Hubo un estadounidense izquierdista que causó furor cuando comenzó la debacle de la pavada posmodernista y se la combatió (ojo, yo creo que la cuestión de la verdad, la realidad, la palabra, el signo y el significado son centrales para el pensamiento, pero también pienso que la palabra caballo no trota y la palabra espejo no se rompe). Ese estadounidense había estado en la Nicaragua sandinista y todo y escribió un artículo titulado: “La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica” para una prestigiosa revista posmo, muy de la academia, llamada Social Text que, claro, lo publicó. El mismo día de su publicación, Sokal firmó otro artículo en otra revista de la academia en el que afirmaba que su texto “La transgresión blablabla" era “un pastiche de jerga postmodernista, reseñas aduladoras, citas grandilocuentes fuera de contexto y un rotundo sinsentido que se apoyaba en las citas más estúpidas que había podido encontrar sobre matemáticas y física hechas por universitarios genéricamente llamados ´postmodernos´ de humanidades”. Fue un escándalo total. Citaba a Kristeva, a Derrida, Todorov, Lacan: el postestructuralismo en la picota.

Bueno, yo estudié Letras (no terminé la carrera, elegí ser periodista porque peor es trabajar, claro), amaba a muchos textos de los autores citados por Sokal pero también era (soy) trotskista, me enloquecía con fruición la idea de acabar con los posmodernos. Lo dije en la primera línea: era un joven lleno de sueños. Sokal vino a la Argentina a presentar su libro Imposturas intelectuales y el aula 108 de la Facultad de Filosofía y Letras, en Caballito, rebalsaba de asistentes. Sokal era un rockstar. Sólo vi algo parecido cuando tuvimos que abandonar esa misma aula, que hacía de aula magna, para ver y escuchar a Slavoj Zizek, que llenó el patio de la facultad y había gente amontonada en los ventanales de los cuatro pisos para no perderse su intervención. Sí, los nerds también podemos ser groupies, está claro. Pero todo esto, ¿para qué? Para decir que se puede establecer un relato que se distribuya como una versión de la realidad.

Todos hemos escuchado historias que le pasaron a tal persona a dos grados de distancia: para que tenga efecto la construcción del mito, el narrador no debe usar la primera persona.

En cierto momento, antes de los avances de la ciencia médica y epidemiológica, había pavor frente al HIV, que se denominaba genéricamente SIDA o, peor, que había sido señalado como “la peste rosa”. Horrible época. Primero corrió este relato: había que fijarse bien en los cines las butacas donde el espectador se habría de sentar porque los “sidosos” dejaban agujas con su sangre para que el distraído se contagie. Yo lo escuché en la primaria. Más tarde, cuando el HIV dejó de ser una “condición homosexual”, se dijo esto: en los viajes los viajes de egresados a Bariloche había que estar alertas. En el boliche te podías levantar una chica, ir al hotel, tener sexo con ella, sin forro, y despertar con su lado de la cama vacía. La chica se había ido. Pero en el espejo de la habitación del hotel había un clavel negro. Ella tenía SIDA, te había contagiado.

¿Escucharon ustedes estos mitos urbanos, los hay de a miles?

Unos más peligrosos que otros. El de la rata africana carnívora a lo sumo traía pesadillas. La de Los sabios de Sión y el complot judío para hacerse con el mundo fueron relatos que llegaron hasta Auschwitz, pero que aún hoy no terminan. Cuando los jóvenes israelíes dejan los tres años del servicio militar se van de viaje, es tradición, por el mundo. En la Patagonia son la prueba viviente de judíos que vienen a explorar el sur argentino para hacerse de él y fundar la nueva Israel en Andesia. ¿No es un relato similar al de los pogroms de la Semana Trágica en 1919 cuando los chicos bien de la alta burguesía atacaban a los judíos de Once, Villa Crespo y Paternal, los mataban, por su ambición de conquistar la patria nacional?

Unos son peligrosos. Lila Carrió, que dice hablar con dios, dijo que las vacunas Sputnik contra el coronavirus eran un veneno. Lo mismo los dementes que proclaman que el barbijo es una medida contra la libertad, que promueven no vacunarse, que fueron ganados por el oscuro relato de la mentira.

La política siempre tiene estos relatos, claro. Cuando Pinochet derrocó a Allende se dijo que se habían encontrado fotos pornográficas de orgías en el Palacio de la Moneda. Que los comunistas comen niños. Los gitanos los secuestran. Etcétera.

Dicen en la ciudad de La Plata que la sede de gobierno está construida sobre un cementerio indio, y que eso marca la maldición de todo presidente bonaerense para que salga todo mal. Pero, señalemos, a todos nuestros gobernantes se les puede decir que hicieron todo mal, que gobernaron para los empresarios, para los millonarios, para la burguesía, en desmedro del resto de las clases sociales. Propongo un nuevo mito urbano. No hemos tenido aún un gobierno socialista, revolucionario, trotskista. Es sabido que los trotskistas no viven arriba de cementerios indios. Debemos ponernos en contacto con esos muchachos de una buena vez.