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Columnistas

Desde la cama

Por Diego Rojas

Con mi mano izquierda tanteo el control y aprieto el botón superior derecho: la cabecera de esta cama de esta habitación –mi morada desde hace varios días– se eleva lentamente acompañado el movimiento por el ruido eléctrico que le da vida y sigue subiendo hasta que dejo de apretar el botón. Ahora la cabecera de la cama es un respaldo con un ángulo de casi ochenta grados que me parece cómodo. Hace ya varias horas el reloj atravesó la medianoche. Acerco la bandeja móvil que está a un costado de la cama y prendo esta notebook que siempre llevo conmigo y tecleo estas palabras. Estoy internado en el Hospital Alemán. Lo sé por ya una vasta experiencia: las internaciones suspenden de cierta manera a la vida.

No soy original, claro. Thomas Mann fue un gran escritor alemán y sus dos obras cumbre, La muerte en Venecia y La montaña mágica, son geniales. Recomiendo su lectura con todo el fervor posible. Pero –hablando de internaciones– La montaña mágica es una novela maravillosa y triste. Transcurre en una clínica para tuberculosos a la que llega el joven Hans Castorp para visitar a su primo Joachim internado allí. Ya en su primer encuentro, el primo le cuenta que la internación en esa clínica transforma el sentido del tiempo. Hans había planificado quedarse unos días allí, pero debe modificar sus planes al serle detectada una infección pulmonar. Comprueba que la internación cambia o potencia algunos aspectos de quienes allí permanecen. Hans se enamora, discute sobre el tiempo y escucha teorías inconcebibles de un paciente italiano, Hans se va quedando, transcurre su vida en la clínica en la montaña durante siete años hasta que la Gran Guerra comienza y debe marchar al frente. La internación, demuestra esta gran novela, transforma.

Por ciertas razones que no vienen al caso, no debo salir de esta habitación. Debo confesar que este estado de las cosas promueve mi preferencia por la lectura, las películas o las series.

Por ciertas razones que no vienen al caso, no debo salir de esta habitación. Las enfermeras me traen las bandejas con las comidas y debo, cada tanto, recordarles que prefiero que me traten de “vos” y no de “usted”. Hablamos sobre muchas cosas durante los pocos minutos que permanecen, algunas son muy jóvenes y me preguntan sobre los libros que me acompañan. Con todas llegamos a dialogar sobre las pésimas condiciones laborales que promueven las patronales y el gobierno con quienes ejercen ese noble oficio. Todas son dedicadas con sus tareas como los médicos que visitan este, mi transitorio hogar. Recibo visitas familiares y de amigos, pero debo confesar que este estado de las cosas promueve mi preferencia por la lectura, las películas o las series. Extraño mucho, eso sí, a mi perra salchicha Leni.

Cuando leí por primera vez, hace tantos años, “Funes, el memorioso”, de Borges, me figuré al tullido Irineo Funes acostado siempre en su catre, como si estuviera internado en una precaria clínica de Fray Bentos, en el Uruguay. El narrador cuenta la extraordinaria virtud, o maldición, de la memoria de Funes, que nada podía olvidar, que le hacía esquiva entonces la capacidad de razonamiento. “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”, decía, o: “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. Funes vivía con su madre en un rancho, la clínica, sin moverse de su catre, despierto en la oscuridad, recordando o, cuando la luz regresaba, adquiriendo nuevos recuerdos aunque, sabía Funes, no podría haber clasificado los recuerdos de su infancia –si se lo hubiera propuesto– ni a la hora de la muerte. Funes no murió de la enfermedad de los recuerdos imparables sino de un edema pulmonar. ¿Se puede señalar en este cuento a la memoria como la enfermedad, al catre en el rancho de su madre como el marco hospitalario de estos? Quién sabrá.

Paul Bowles, autor de El cielo protector, en su cama.

Si uno lee los diarios de Kafka o las cartas a Milena comprende que la descripción minuciosa de la enfermedad no es la enfermedad en sí, sino la grafomanía (llega a escribirle tres cartas por día a Milena, que moriría años después en un campo de concentración nazi, reclamando una carta de respuesta) y que la clínica son sus cuentos y novelas (y que la enfermedad de grafomanía y la clínica escritural son las dos partes de la literatura, que las contiene).

Esta pandemia acostumbró a que se incorpore a lo cotidiano el diálogo acerca de camas hospitalarias ocupadas, al número de contagios y de muertes, a los tests realizados –no, no me contagié, por suerte, de Covid–. Y la internación se planteó, entonces, como una realidad del imaginario social. Todos conocemos casos de personas que aún internadas y estimuladas por respiradores mecánicos no pudieron con el virus y murieron en la más sola soledad. Creo que la salud es la forma de relacionarse de la naturaleza con el régimen social imperante. Es en este sentido que el régimen del Capital, sus gobiernos –como el actual o el anterior– y su personal político oficialista u opositor son responsables del Coronavirus. La salud implica saber con qué organización lidiamos y por qué es necesario derribarla para instaurar otra forma de organización de la sociedad.

Todavía es de noche. Tomo con mi mano izquierda el control, aprieto el botón derecho. El respaldo de la cama comienza a reclinarse acompañado por ese suave sonido mecánico. La internación, como supo Hans Castorp, transforma la percepción del transcurrir del tiempo. En esta clínica hay silencio. Apago desde mi cama la luz.