Por Sergio Galiana
A lo largo de este año, el fantasma del pasado colonial recorre las principales capitales europeas: en enero Emmanuel Macron recibió de Benjamin Stora el informe sobre la guerra de Argelia que el presidente le había encargado a este historiador francés nacido en Argelia en 1950; cuatro meses más tarde el mismo Macron reconoció el apoyo político y militar brindado por Francia al gobierno ruandés que cometió el genocidio de 1994. Pocos días más tarde, la canciller Angela Merkel calificó de ‘genocidio’ la matanza sistemática de poblaciones herero y nama que el ejército alemán llevó a cabo en 1904 y se comprometió a indemnizar a las víctimas.
Sobre este mismo tema, pero en sentido diametralmente opuesto, el gobierno conservador británico elaboró un proyecto de ley para proteger estatuas y monumentos históricos con el objetivo de conservar ‘nuestra historia británica compartida’ a propósito de las intervenciones realizadas por manifestantes en el contexto del movimiento Black Lives Matter y cuyo icónico ejemplo fue el derribamiento de la estatua del traficante de esclavos y político Edward Colston en la ciudad de Bristol, en junio del año pasado.
Los acalorados debates que estas iniciativas generaron -y siguen generando- en las antiguas metrópolis nos tienen que llevar a descartar la idea de que se trata de cuestiones del pasado o que afectan solamente a minorías militantes. Tampoco deberíamos creer que las acciones reparadoras -ya sea en términos económicos como simbólicos- sólo son estrategias de los viejos imperios para ‘lavar su cara’ ante la comunidad internacional.
Lo que está es disputa es algo mucho más significativo, y es la idea misma de nación y la ciudadanía que ésta implica. Es que, en la mayoría de los países de Europa occidental, la idea moderna de nación -asociada a un conjunto de derechos civiles y políticos- se construyó en el último tercio del siglo XIX, en el mismo momento en que esas naciones se conformaban en imperios coloniales.
Gran Bretaña, Francia y Alemania, entre otros, desarrollaron instituciones democrático-liberales que apelaban a un cuerpo de ciudadanos (blancos) formalmente iguales, al mismo tiempo que incorporaban a millones de africanos y asiáticos como súbditos de sus respectivos imperios. Ser ciudadano de alguno de esos países no era simplemente haber nacido en ese territorio y disfrutar de un conjunto de derechos reconocidos por el estado, sino también ser parte -como metrópolis- de un imperio que se legitimaba en función de una -autoasignada- ‘misión civilizadora’.
Las dos guerras mundiales mostraron la cara más brutal de su civilización a los europeos, una brutalidad experimentada antes y después por los súbditos coloniales en Asia y África. No pocos de esos súbditos migraron a las metrópolis en las décadas de 1940 y 1950 y contribuyeron significativamente a la rápida recuperación económica de posguerra, lo que a su vez permitió la consolidación de las democracias liberales.
En esos años de inmigración y crecimiento económico, el paradigma de la ‘nación blanca’ reforzó su legitimidad doméstica en momentos en que el sistema imperial se desmoronaba: para la década de 1960 esas metrópolis perdieron gran parte de sus colonias no sin antes oponer una feroz resistencia (la atrocidad de los crímenes cometidos por franceses en Argelia y británicos en Kenya siguen siendo objeto de investigaciones históricas).
Esto no implicó el fin de los flujos migratorios desde las ahora excolonias, regulados por legislaciones relativamente benignas hasta la década de 1980. Como resultado, las sociedades europeas se volvieron cada vez más cosmopolitas aunque todavía esa diversidad no se expresaba en el cuerpo político: los inmigrantes y sus jóvenes descendientes eran más el objeto de las políticas públicas (más o menos restrictivas, más o menos acogedoras) que protagonistas en la arena estrictamente política.
En la actualidad, esa diversidad dejó de ser parte del paisaje ‘cultural’ y reclama su protagonismo: que el actual alcalde de Londres, el laborista Sadiq Khan, sea un musulmán hijo de un chofer de colectivos pakistaní o que una candidata oficialista en las recientes elecciones municipales francesas haya desatado una polémica porque en su afiche de campaña posó con hijab (el pañuelo que usan algunas mujeres musulmanas para cubrirse la cabeza) son una muestra de ello.
No es casual que sean los liberales y las izquierdas quienes -con matices, dudas y retrocesos- estén dispuestos a revisar el pasado colonial e incorporar las narrativas de los descendientes de los sujetos colonizados al discurso nacional: después de todo, fueron esos sectores los que, en la segunda mitad del siglo XIX, habían luchado por el establecimiento de instituciones democráticas en sus países.
Los conservadores, los nostálgicos del imperio y de la pureza racial -disfrazada de ‘defensa de la identidad nacional’- siguen pensando en un orden político en el que la jerarquía, y no la igualdad, deben ser los pilares del orden social.
Como vemos, el pasado colonial es un pasado que no pasa.