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Columnistas

A 27 años del triunfo de Mandela: las tareas pendientes de la democracia sudafricana

Por Sergio Galiana

El 27 de abril pasado se celebró en Sudáfrica un nuevo aniversario de las primeras elecciones democráticas en la historia del país, realizadas en 1994 y que permitieron el triunfo del Congreso Nacional Africano (ANC) y la consagración de Nelson Mandela como primer presidente negro del país.

Esta conmemoración -conocida como el Freedom Day- está íntimamente relacionada con el fin del apartheid, el régimen de segregación racial vigente entre 1948 y 1990 que tenía por objeto garantizar el predominio político, económico y cultural de la minoría definida como “blanca” (que representaba cerca del 15% de la población total del país).

De todas maneras, las primeras políticas de discriminación contra la población nativa fueron tomadas en los inicios de la conformación de la Unión Sudafricana por parte de Gran Bretaña en 1910.

En esos años, mediante la llamada Ley de Tierras Nativas se estableció que sólo el 15% de la superficie sudafricana quedaría en manos de los africanos -que en ese entonces superaban el 75% de la población total- legitimando un proceso de expropiación que consolidó el poder económico de la minoría ‘blanca’, compuesta fundamentalmente por dos grupos: los boers -descendientes de holandeses que se habían establecido en la región entre los siglos XVII y XVIII- y la población de origen británico establecida desde el siglo XIX.

En forma paralela, la legislación británica excluyó a los nativos de la participación política: Sudáfrica recibió desde sus inicios el estatus de dominion, una forma particular dentro del Imperio Británico que establecía un sistema parlamentario con un gobierno responsable -el mismo que en ese entonces tenían Canadá, Australia y Nueva Zelandia- y el rey como jefe de estado.

Este sistema permitió construir una ficción democrática en el país, ya que existían todas las características de una democracia liberal (libertad de prensa, partidos políticos, elecciones regulares…) pero en la que sólo podía participar menos del 15% de la población.

Pese a estas restricciones, los sectores excluidos -africanos, pero también descendientes de indios y mestizos- se organizaron y reclamaron sistemáticamente ante las autoridades por el fin de la discriminación racial (de hecho, en estas protestas se forjó el pensamiento y la acción de Mahatma Gandhi, quien ejerció como abogado en Sudáfrica entre 1893 y 1915).

En 1948, el ascenso al poder del Partido Nacional dominado por los boers o afrikáners, marcó un punto de inflexión en la historia del país, ya que con la implementación del apartheid el racismo constituyó en una política de estado: la población pasó a estar clasificada en cuatro categorías raciales -blancos, mestizos, indios y negros- y a su vez la población de origen africano estaba dividida en tribus (unas diez), a cada una de las cuales les correspondía un territorio denominado homeland o bantustán.

Esta racialización y tribalización de la población no sólo tenía un impacto en la vida política de los sudafricanos sino en todos los demás aspectos: dónde podían residir, a qué tipo de educación acceder, a qué trabajos aspirar, con quién podían tener relaciones sexuales, etc.

La implementación de estas políticas requirió de un aparato estatal cada vez más complejo, represivo y oneroso, que necesitaba de la colaboración de miembros de los diferentes grupos. De esta manera se buscaba alentar la fragmentación de las resistencias y garantizar la supervivencia del régimen.

Según un informe del Banco Mundial de 2019 Sudáfrica era el país más desigual del mundo, donde el 10% más rico acumulaba el 71% de la riqueza.

Por su parte, la resistencia al apartheid convocó a activistas de todos los grupos sociales, adquirió múltiples formas y desplegó diferentes estrategias, desde la resistencia no violenta en las calles a la conformación de grupos armados (como tuvo el ANC), pasando por campañas de boicot en organismos internacionales. Como resultado de estas acciones, quienes combatían al apartheid fueron generando una práctica que no sólo se oponía al régimen, sino que sentaba las bases de un nuevo tipo de sociedad, en la que la construcción de un futuro común era más importante que el origen racial de los diferentes miembros.

Esta creciente movilización -en el plano doméstico, pero también en los foros internacionales- se intensificó en la década de 1980 y obligó al gobierno sudafricano a abrir un canal de diálogo con sus oponentes, liderados por el ANC. Asimismo, la convicción por parte de la dirigencia antiapartheid de que era imposible alcanzar una victoria absoluta sobre el régimen, acercó a la contraparte a la mesa de negociaciones.

Estas se llevaron a cabo entre fines de la década de 1980 y los primeros años de la siguiente, en un contexto caracterizado por el recrudecimiento de la violencia: de las fuerzas de seguridad, de grupos paramilitares vinculados al partido de gobierno y de organizaciones armadas antiapartheid. Mientras negociaban, los diferentes actores consideraban que a través de la acción directa podían mejorar su posición relativa.

Como no podría ser de otro modo, el resultado fue un compromiso en el que las diferentes partes cedieron en sus aspiraciones: el establecimiento de un régimen constitucional democrático-liberal respetuoso del derecho de propiedad -incluso de aquella obtenida mediante la fuerza- pero que a la vez reconoce un conjunto de otros derechos (a la vivienda, a la educación, a la salud, al acceso universal a los servicios públicos), fue uno de los pilares de la construcción de la nueva Sudáfrica. La Comisión de Verdad y Reconciliación (CVR) y un ambicioso programa de inversiones destinado a mejorar las condiciones de vida de las mayorías excluidas hasta ese momento fueron los otros.

Hoy, 27 años después de aquel promisorio inicio, el balance se presta a discusiones: si el trabajo de la CVR logró poner en el centro de la escena la voz de las víctimas del apartheid. El silencio de quienes cometieron esos crímenes -por lo menos de la gran mayoría de ellos- impide un verdadero proceso de reconciliación.

Por otra parte, el apego de los sucesivos gobiernos del ANC a los programas económicos de inspiración neoliberal hizo que las políticas de reparación en materia de infraestructura tengan un desarrollo extremadamente limitado: según un informe del Banco Mundial de 2019 Sudáfrica era el país más desigual del mundo, donde el 10% más rico acumulaba el 71% de la riqueza.

La consolidación de una democracia no racializada es entonces el principal logro de la transición sudafricana. Este logro no es menor, si comparamos la importancia -y su carácter pernicioso- de la politización de las identidades raciales o culturales en sociedades como la norteamericana, la israelí o la india.

Sin embargo, la persistencia de un esquema de desigualdad económica y social cuyos orígenes fácilmente pueden rastrearse en el período colonial o en el apartheid muestra la necesidad de emprender un camino de reformas para consolidar la ‘nación arco iris’.

Sin embargo, la persistencia de un esquema de desigualdad económica y social cuyos orígenes fácilmente pueden rastrearse en el período colonial o en el apartheid muestra la necesidad de emprender un camino de reformas para consolidar la ‘nación arco iris’. Resolver estas cuestiones pendientes es la principal tarea de la democracia. Aunque ciertamente, no sólo de la democracia sudafricana.

 

Si llegaste hasta acá…

Los años del apartheid y la transición democrática en Sudáfrica fueron abordados desde la ficción y la no ficción -entre otros- por Nadine Gordimer y John M. Coetzee, los dos escritores sudafricanos galardonados con el Premio Nobel (1991 y 2003, respectivamente); afortunadamente, gran parte de sus obras están traducidas al castellano. La poeta Anjie Krog fue cronista de la radio pública sudafricana durante los testimonios de la Comisión de Verdad y Reconciliación. País de mi calavera es el libro producto de esa experiencia, traducido y publicado en nuestro país por UNSAM Edita.

En el cine, Invictus es un ejemplo de la visión autocelebratoria de la transición. Red Dust ofrece una reflexión más profunda y compleja de ese proceso histórico.

 

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