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Columnistas

El asesinato del presidente de Chad, aliado de París, abre un escenario incierto en África central

Por Sergio Galiana

El 20 de abril, la Comisión Electoral Independiente de Chad anunció el triunfo del presidente Idriss Déby Itno en las elecciones celebradas una semana atrás, pero el mandatario, en el poder desde 1990, no pudo celebrar su quinta reelección: ese mismo día el portavoz del ejército anunció la muerte de Déby en un enfrentamiento con milicias del Frente para la Alternancia y la Concordia en Chad (FACT) en el norte del país.

Pese a lo que establece la constitución del país,  su hijo Mahamat Idriss Déby fue designado jefe de estado al frente de un comité militar de transición.

La República de Chad es un estado mediterráneo ubicado en África central, antigua colonia francesa independiente desde 1960. Tiene una superficie de 1,284 millones de kilómetros cuadrados (poco menos de la mitad que Argentina), de los cuales un tercio corresponde al desierto del Sahara.

En su territorio se explotan importantes recursos naturales (petróleo, oro), aunque más del 80% de sus 16 millones de habitantes vive de la agricultura de subsistencia y se encuentra bajo la línea de pobreza.

Chad es el 5° país más pobre del mundo.

Pese a esta situación, Idriss Déby había convertido a Chad en una pieza estratégica clave dentro y fuera del continente. Formado como piloto en el Instituto Aeronáutico Amaury de la Grange en Francia, supo cultivar una estrecha relación con la antigua metrópoli; el apoyo de los servicios de inteligencia franceses fue central en el éxito del golpe de estado el 1° de diciembre de 1990 que lo convirtió en Presidente de la República.

A lo largo de las tres décadas siguientes Déby construyó un régimen crecientemente autoritario, pese a la fachada democrática: fue reelecto cuatro veces en elecciones multipartidarias en las que la oposición denunció irregularidades, lo que alentó el surgimiento de grupos armados. En febrero de 2008 una coalición de grupos armados llegó a ocupar parte de la capital N´Djamena, pero la oportuna intervención de tropas francesas mantuvo a Déby en su cargo.

A partir de ese momento Déby comenzó a transformarse en una piedra basal de la Françafrique: en el 2013 fuerzas militares chadianas participaron de la Operación Serval para combatir una insurrección en el norte de Malí y de la fuerza de interposición en la guerra civil en la República Centroafricana, ambas operaciones lideradas por Francia.

Poco tiempo después, los cinco países francófonos del Sahel (Chad, Níger, Burkina Faso, Malí y Mauritania) crearon el G5 del Sahel para coordinar acciones en materia de seguridad, siempre bajo la influencia de la antigua metrópoli. En agosto de 2014 lanzaron la Operación Barkhane junto con fuerzas francesas, con el objetivo de erradicar los diferentes grupos armados irregulares en la región.

Esta operación, que implica el mayor despliegue militar francés en África desde el fin de la Guerra de Argelia en 1962, tiene limitados éxitos (la inseguridad en el Sahel sigue siendo un grave problema a más de seis años de iniciadas las acciones) pese a lo cual continúa hasta el presente con el apoyo de EE.UU. y la UE.

Más allá del costo económico que tiene esto para los países de la región, la militarización creciente del Sahel dificulta la canalización de los conflictos por la vía política en países con instituciones muy endebles.

El apoyo extranjero a la solución militar (de las potencias occidentales, pero también de Rusia y China) ciertamente no ayuda a construir las bases de una convivencia democrática, lo que estimula la reproducción de esos conflictos.

El caso de Chad es un buen ejemplo: dotado de una de las fuerzas armadas más profesionales de la región y con el apoyo incondicional de París, el presidente Idriss Déby optó por priorizar esa agenda en lugar de atacar las dificultades estructurales de una economía de subsistencia afectada por el cambio climático, las disputas entre pastores y agricultores por el acceso a la tierra y las migraciones.

En cierto sentido, su muerte en el frente de batalla no carece de coherencia pero marca los límites de esta estrategia.

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